Queridos diocesanos:
En este año 2021, pese a las limitaciones ocasionadas por la pandemia del Covid-19, tenemos la oportunidad de celebrar la Semana Santa con intensa vivencia interior. El hecho de no poder manifestar nuestra fe en las calles, con las procesiones, vía crucis, etc., debe ser un incentivo para dedicar más tiempo a la contemplación y meditación de los últimos días de la permanencia física de Jesucristo en este mundo: Su pasión, muerte y resurrección.
Especialmente, estamos llamados comprender su sentido más profundo: Todo lo que ha vivido Jesucristo ha sido “por nosotros y por nuestra salvación”. Como nos dice San Pedro: “Él llevó nuestros pecados en su cuerpo hasta la cruz, para que, muertos a los pecados, vivamos para la justicia. Con sus heridas fuimos curados” (1Pe. 2,24). En consecuencia, con gratitud y de todo corazón, estamos llamados a proclamar: “Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos, pues por tu Santa Cruz redimiste al mundo”. También, “Bendita sea la pasión de nuestro Señor Jesucristo y los dolores de su Santísima Madre al pie de la cruz”.
Todo esto, sin olvidarnos de lo más importante: Aprovechar personalmente los dones que Dios nos ofrece por medio de su Hijo Jesucristo y que podemos recibir en las celebraciones litúrgicas, ya que, en ellas se realizan eficazmente las palabras de Jesús: “Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él” (Jn. 3,16-17). Celebrar la Semana Santa es un acontecimiento de salvación para todos los que, en espíritu y en verdad, se involucran personalmente.
Asimismo, dada la situación que estamos viviendo, no exenta de sufrimiento (problemas en la salud, en las relaciones humanas, en la economía y el trabajo, etc.), la Semana Santa es una ocasión privilegiada para que, fijándonos en Jesucristo, aprendamos de Él cómo afrontar las situaciones adversas. El mismo nos invita a ello: “Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré… aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas” (Mt. 11,28-29).
En efecto, los últimos días de Jesús de Nazaret en la tierra estuvieron rodeados de grandes pruebas y dificultades, la mayoría más fuertes de lo que cualquier persona creería ser capaz de soportar. Sin embargo, mediante su ejemplo, demostró la grandeza que puede alcanzar un ser humano cuando, apoyándose en Dios, se fortalece en su interior y esta fortaleza comienza a manifestarse en el comportamiento exterior. El mismo Jesús, en la última cena con los apóstoles les dijo: “Está para llegar la hora, mejor, ya ha llegado, en que os disperséis cada cual por su lado y a mí me dejéis solo. Pero no estoy solo, porque está conmigo el Padre. Os he hablado de esto, para que encontréis la paz en mí. En el mundo tendréis tribulación; pero tened valor: yo he vencido al mundo» (Jn. 16,32-33).
Jesús, frente a la tribulación, nos dice: «tened valor, yo he vencido al mundo». Esto se ha cumplido en su resurrección. Su victoria sobre el mundo es en realidad la victoria sobre el poder de la muerte. Solo cuando se vence la muerte, está realmente vencido el mundo con su miedo y su tribulación. Nosotros, por la fe, ya entramos a participar de ese triunfo de Jesús. Así la fe en Jesucristo se convierte en la fuerza liberadora para vida del hombre que está en medio de las tribulaciones de la vida.
Ciertamente, todos nosotros a lo largo de la vida, por unas causas o por otras, tenemos que afrontar diversas tribulaciones; lo importante es saber afrontarlas. Es ahí -en los momentos dolorosos- donde estamos llamados a poner nuestros ojos en Jesucristo y, pese a nuestro sufrimiento, encontrar paz en él. Como dice la Carta a los Hebreos, “corramos, con constancia, en la carrera que nos toca, renunciando a todo lo que nos estorba y al pecado que nos asedia, fijos los ojos en el que inició y completa nuestra fe, Jesús, quien, en lugar del gozo inmediato, soportó la cruz, sin hacer caso de la ignominia, y ahora está sentado a la derecha del trono de Dios” (Heb. 12, 1-12).
Entre los ejemplos que dio Jesús de Nazaret durante los días de su pasión, muerte y resurrección, podemos citar el de mantener la dignidad al enfrentar las mayores tribulaciones, el perdonar la traición comprendiendo la debilidad de los discípulos, el mantener la serenidad ante los mayores retos, el comportarse compasivamente hasta con sus mayores enemigos, el permanecer fiel a sus ideales ante las tentaciones, así como otros muchos testimonios de mansedumbre y paciencia, incluso después de resucitado.
Pero, tal vez, el mayor ejemplo que nos dejó Jesús fue el de mantener la confianza en Dios aun a costa de la propia vida y así, mediante esta confianza, mostrar una vida dedicada a cumplir la voluntad de Dios hasta las últimas consecuencias. Orando en Getsemaní, lleno de angustia, clamó al Padre: “Si es posible que pase de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad, sino la tuya” (Luc. 22,42). Con la celebración de la Semana Santa manifestamos nuestra fe en que “Cristo padeció por nosotros, dejándonos un ejemplo para que sigamos sus huellas. Él no cometió pecado ni encontraron engaño en su boca. Él no devolvía el insulto cuando lo insultaban; sufriendo no profería amenazas; sino que se entregaba al que juzga rectamente” (1Pe. 2,21-23).
“Dejándonos ejemplo para que sigamos sus huellas”. Toda la vida de Jesús, particularmente su pasión, muerte y resurrección, nos invita a la reflexión sobre nuestro comportamiento para con nuestros semejantes, sobre nuestra actitud ante las situaciones cotidianas más difíciles y la manera como debemos afrontarlas si nos lo proponemos. El mismo Jesús nos dijo: “El que no toma su cruz y me sigue no es digno de mí” (Mt. 10,38). Si procuramos imitar el ejemplo de Jesucristo, estaremos dando grandes pasos para mejorar nuestra vida y la de los demás. Y, con ello, contribuimos a que se cumpla la razón por la que Cristo entregó su vida: Reunir en una sola familia a los hijos de Dios dispersos (cf. Jn. 11,51); es decir, hacer de la humanidad una sola familia, donde todos seamos hermanos, nos miremos como iguales y cuidemos los unos a los otros.
Estos días de Semana Santa son ideales para revivir en la mente y el corazón la vida y las enseñanzas de Jesús y, aprendiendo de Él, reafirmarnos en nuestra voluntad de vivir como cristianos, especialmente poniendo en práctica lo que nos pidió a todos en la Última Cena: “Amaos los unos a los otros como yo os he amado” (Jn. 15,12), pues, como nos dice el propio Jesús: “En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os amáis unos a otros” (Jn. 13,35).
Queridos diocesanos: Estos tiempos de tribulación son propicios para fortalecer nuestra relación con Dios y con los demás. No lo dudemos, Dios está de nuestra parte y lo que celebramos en Semana Santa es la prueba de ello. También son para nosotros las palabras que dijo a los israelitas cuando estaban desterrados en Babilonia: «Sé muy bien lo que pienso hacer con vosotros: designios de paz y no de aflicción, daros un porvenir y una esperanza» (Jer. 29,11). Es un buen momento para reconocer la cercanía de Dios y comprobar que en Él está nuestra fortaleza, pues, “cuando el afligido invoca al Señor, Él lo escucha y lo libra de sus angustias” (Salmo 107,6).
Que, por la celebración de la Semana Santa, el poder de Cristo Resucitado se despliegue en cada uno de nosotros, para que la esperanza brote en medio de la tribulación que nos toca vivir, para que se robustezca nuestra fe en medio de las pruebas y se acreciente la caridad para con todos. Es lo que les deseo de todo corazón.
† Bernardo Álvarez Afonso
Obispo Nivariense