Sr. D. Manuel Lobo Cabrera. 

El primer verso de una canción, propia de cuando uno está alegre, comienza con las siguientes palabras: “Y volver, volver, volver”. Y yo quiero entonarla, aunque sea en voz baja, porque para mí encierra un deseo permanente. Volver a La Laguna me trae a la memoria múltiples recuerdos, que alcanzan mi juventud y el desarrollo de mi vida universitaria y profesional.

Los primeros tienen que ver con los sentidos: el olor a tierra húmeda y a los más diversos perfumes campestres y ciudadanos, así como el ruido del molino, el sabor del buen vino, la visión de una ciudad patrimonio de la Humanidad, -tal como la ha reconocido la UNESCO-, y de unas calles que he recorrido mil veces, desde Herradores a la plaza del Cristo, desde la Concepción a la calle del Agua, desde San Benito al Barrio Nuevo.

Para mí volver es recordar todas esas cosas y mis estancias en el Colegio San Fernando, en la Laboral, en la vieja Facultad de Letras, en la Biblioteca universitaria, así como las asambleas en el Paraninfo, junto con las romerías, la fuga a San Diego del Monte, la vieja Cirila.

En cada venida me gusta pasear por las calles, contemplar los viejos edificios, detenerme ante el teatro Leal, y recordar todos y cada uno de los cines que me servían de entretenimiento, así como mis presencias en casa de mis amigos, primero en la calle de los Álamos y luego en la de Juan de Vera.

El devenir histórico de los lugares viene confirmado y corroborado por el acontecer diario de sus habitantes, por la pequeña intrahistoria anónima de sus vidas, por su espíritu y afán de superación. De ahí que la responsabilidad se me antoja más acuciante, ante el deseo de expresar acertadamente un trocito de la verdadera esencia de las Fiestas del Cristo de La Laguna, máxime cuando quien se atreve a tal menester, a pesar de haberlas vivido, dejará en el tintero, ya por desconocimiento, ya por inexperiencia, toda una serie de hechos que, sólo en cierta medida, le son ajenos. Con esta premisa y consciente de la gratificante aventura en la que nos embarcamos, intentaremos celebrar las excelencias de esta ciudad y de esta singular y única festividad.

La Laguna se me aparece como el núcleo principal de las costumbres de los demás pueblos de la isla, en cuya etopeya acaba retratada la del archipiélago entero, convirtiéndose casi en un crisol de lo que era y es Canarias. Por las calles y rincones de la Ciudad han pasado todos o casi todos los hombres de esta región que han descollado en el saber. Y ellos, cada uno a su manera, allegaron a este solar elementos de sus pueblos natales que se han fundido para conformar lo que hoy son los laguneros.

La Laguna contiene en su esencia lugares predilectos para el artista: los poetas aspirando sus aromas hubieran enamorado sus paisajes; escuchando su armonía los compositores hubieran compuesto mejor sus ritmos; sus costumbres y anécdotas hubieran sido el mejor guión para relatar sus cuentos.

Excúsenme por haber iniciado mi intervención haciendo un recuerdo y evocando con añoranza esta ciudad que tanto quiero. Pero me es imposible pregonar estas fiestas sin hacerle la loa, que yo entiendo que se merece, y compartir el amor que llevo grabado en mi corazón.  

Aunque en la vida no siempre el amor es correspondido, me cabe la felicidad y la satisfacción de comprobar que mi amor por La Laguna ha sido correspondido en distintas ocasiones y en diferentes momentos. Y en especial hoy, en que nos presentamos aquí con un cometido muy singular, gracias a la invitación que nos ha formulado la alcaldesa-presidente de la corporación municipal, en nombre de todo el pueblo lagunero que ella representa, para abrir de forma solemne los actos de la fiesta mayor de esta ciudad, la del Cristo.

Una fiesta asociada a nuestras primeras devociones, tan vinculada a los hombres y mujeres de esta tierra y al conjunto de la población de nuestras queridas islas, y con ello velo un sueño, el de un canario que ama a esta ciudad de La Laguna. Porque para mí este lugar marcó un antes y un después en mi vida, a donde llegué con una casi virginal mocedad, para salir enamorado de vivir, y lleno de pasiones y de proyectos con que edificar el futuro.

Venimos pues en septiembre, el mes de la recogida del trigo y las vides, a recordar el sonido de las campanas que juegan en las iglesias laguneras, en un intento frustrado de competir con las de San Miguel de las Victorias, ya que éstas, soportadas en la espadaña del convento, procurarán dar más fuerte al viento sus lenguas de bronce para, junto con nosotros, difundir por La Laguna la llegada de las fiestas.

Decía Manuel Alemán, en su Psicología del hombre canario, que “es imposible comprender el ser psicológico canario sin descubrir que la Historia, como conjunto de situaciones del pasado, actúa en el presente configurando su peculiar existir”.

De ahí la necesidad de recordar que son éstas unas fiestas antiquísimas, que rememoran la venida del Cristo. Un crucificado moreno, en talla flamenca, que desde Barcelona llegó a las playas de Tenerife, al puerto de Santa Cruz, de la mano de uno de sus primeros vecinos. Su llegada a Canarias fue una salvación para los que padecían dolor, pues -según cuenta la tradición- fue a partir de aquel día, a comienzos del siglo XVI, cuando el Cristo moreno del seco madero empezó a obrar prodigios, y, según también relataban nuestros mayores, abriendo sus ojos cuando concedía a los secos campos la lluvia esperada.

Es éste el momento que representa el punto de salida de los festejos, aunque antes era costumbre hacer el anuncio mediante un pregonero que, a la antigua usanza, leía el pregón desde la fachada central de las casas del Ayuntamiento, para luego, a lomos de un caballo, escoltado por palafreneros, maceros y pajes, recorrer las calles laguneras con música de clarín y redoble de tambores, desde la calle de la Carrera hasta la Concepción para bajar por Herradores anunciando el comienzo de las mismas, y parándose durante el trayecto varias veces para leer el pregón, al grito de “¡Oigan! ¡Oigan! ¡Atención! ¡De parte de la señora alcaldesa se hace saber!”. Con ello se rememoraba al pregonero, es decir, al oficial concejal subalterno encargado de divulgar las noticias de los pregones.

Es a partir de aquí, antes y hoy, el momento en que los hijos de La Laguna y de Canarias entera comienzan a llegar, y a llenar plazas y calles, para rememorar una tradición permanente y una invocación que durante siglos se ha ido manteniendo gracias a la perseverancia de sus vecinos. Unos vecinos que no han desmayado para conservar algo propio, que ha ido calando entre las distintas generaciones que han vivido en este solar, para ofrecerla como un trofeo a los visitantes que por estos días se acercan hasta la ciudad animados por la hospitalidad y nuestra forma de ser.

Es a este lugar, a donde hoy vuelvo, lleno de alegría, rodeado de sentimientos y amigos, y con el altísimo honor de pregonar unas fiestas, las fiestas grandes de la ciudad, las del Santo Cristo de La Laguna, a quien todos acudimos a lo largo del año, a darle gracias y a pedirle ayuda.

Y quiero pregonar estas fiestas como si fuera un lagunero más. Así que he procurado y procuraré hablar tomando prestada la voz de sus habitantes, intentando hacerlo con su mismo lenguaje, porque ambos sentimos el mismo amor a esta ciudad, porque tanto el hombre rústico como el ilustrado, el indiferente y el investigador, el apático y el artista, todos convendrán conmigo en que cantar las excelencias de estas fiestas y del Cristo que se convirtió en vecino de esta ciudad, es motivo de alegría, una alegría que se repite año tras año por este mes de septiembre.

Es el momento más espléndido del año, en que aumenta el movimiento y la afluencia de canarios de todas las islas que a la vez que buscan la paz y la calma que les transmite el Cristo, invaden la ciudad, la iglesia, los comercios, las calles, las tascas, dando a la población un carácter alegre y festivo, al ritmo de los timples y de las guitarras, al tiempo que se oyen las voces de los hombres y de las mujeres entonando nuestras más significativas canciones, tal como reflejara en unos versos Nijota, cuando dice:

En la bella y vieja

vecina ciudad

hay en estos días plena actividad

El mes de septiembre

es mes lagunero

que da a la ciudad

su ambiente festero.

Estas fiestas están hechas de historia y, en cierto modo, de leyenda. Porque hablar de la fiesta del Cristo, es nombrar algo que linda con lo legendario. ¿Cuando empezó la tradición de esta fiesta? La historia lo consigna, pero nadie le pregunta a la historia. Todo el mundo en las islas sabe que la Fiesta del Cristo en La Laguna fue siempre la Fiesta del Cristo, y es por eso por lo que tiene un cierto aire de leyenda. Bien pronto se llenarán de eco y de voces todos los caminos, sin necesidad de pregón, porque todos lo saben.

Sin embargo, tenemos que volver a la historia, porque iniciado el siglo XVII, en 1608, el cabildo estableció entre las fiestas que sufragaba a su costa la del Santo Cristo, con su procesión, danzas, comedias y luminarias. Y lo hizo tanto por la devoción de sus vecinos, como por los grandes favores que el Cristo hizo desde un principio a los habitantes de las islas, devolviéndoles la salud, librándolos de los peligros, apartando la langosta y trayendo el agua que tan bien hacía y hace a nuestros campos.

Desde aquellas fechas, hace ahora mismo casi cuatro siglos, gentes de todas las islas acudían y acuden a la fiesta. Desde el amanecer al anochecer nunca faltan visitantes para manifestar ante la excelsa figura sus anhelos espirituales y corporales, y volver a casa con el consuelo divino.

Cuenta la historia que, en pleno siglo XIX, era tal la afluencia de forasteros a estas fiestas que dormían en los pórticos de esta Casa Consistorial, donde tenían lugar animados paseos amenizados por una banda de música, sin faltar nunca las típicas parrandas y el lleno al completo de las tabernas donde el vino corría en abundancia.

Todos los pueblos de la isla estaban representados, y los caminos que conducían a La Laguna eran recorridos por toda clase de personas, que abandonaban sus hogares para venir a ver al Cristo.

Y ahora como antes, como hace siglos, sigue el pueblo canario visitando el santuario. Y La Laguna, aquella vieja dama, serena, ceremoniosa y grave, guarda su morada para refresco de sus habitantes y renueva año tras año sus fiestas, tal como señala la letrilla:

Pasa un año y otro año

y este culto no se pierde,

porque no hay un lagunero

que del Cristo no se acuerde. 

En el transcurso del tiempo vemos que la tradición, una de las más importantes de Canarias, que estamos obligados a conservar como uno de nuestros símbolos de identidad para dejar como herencia a las nuevas generaciones, continúa meciéndose en un mar de fiesta, tal como nos recuerdan las viejas piedras de estas calles centenarias, que nos hablan de pasadas grandezas y de un futuro prometedor.

De este modo se renuevan las fiestas que desde la primavera, coincidiendo con el despertar de la naturaleza y de las actividades agrarias, inician el ciclo festivo en nuestros pueblos. Desde la primavera al otoño todas las islas celebran distintas festividades que recuerdan tradición, costumbres e incluso devociones ancestrales. El ciclo se cierra al final del verano, en septiembre, con la vendimia y con el Cristo     

Ha sido este Cristo de La Laguna el que ha acompañado a las gentes de Tenerife y de Canarias en todos los momentos de tribulación, bien afectara a sucesos internacionales, nacionales o locales. En los momentos de mayor calamidad se acudía al remedio del Crucificado, en especial cuando se cernía sobre los moradores el drama de la desgracia, o cuando los hombres del mar no llegaban en el tiempo previsto, o cuando no se tenía noticias de los emigrantes; era ahí cuando a sus mujeres sólo les quedaba el remedio y la esperanza de que el Cristo les diera alguna señal, de ahí la copla

Al Cristo de La Laguna

mis penas le canté yo

sus labios no se movieron

y sin embargo me habló.

Si traemos a colación estos recuerdos y estos sentimientos para festejar a Nuestro Cristo, también los traemos para recordar a aquellos canarios repartidos por el mundo que por estas fechas emiten sus plegarias. Ecos lejanos que a través del mar, a manera de murmullos y recados de honor a su tierra, recalan como ruegos silenciosos que quieren transmitir a su Cristo. Quién sabe las peticiones, las promesas y los pensamientos que las olas se han encargado de transmitir en silencio, de orilla a orilla, para que entraran en el Santuario y se postraran a los pies del Cristo.

Este Cristo que hoy nos acoge está presente entre nosotros por voluntad directa de aquellos primeros hombres y mujeres que, de la nada, levantaron esta ciudad. Una ciudad fundada por expreso deseo del primer adelantado, don Alonso Fernández de Lugo, quien con su gente se avecindó a orillas de la laguna que daría nombre a este paraje.

Y no fue casualidad. Se eligió este solar, en la llanura de Aguere, por su fertilidad y riqueza en aguas, así como por lo placentero del clima. Fue a comienzos del XVI, al aumentar el poblamiento, cuando empieza a darse forma al diseño de calles y urbanismo, mediante el ensanche y trazado de calles a cordel y bien cuadriculadas. Aquí se fundó el primer ayuntamiento, desde aquí se consiguió el título de noble y leal, para añadirle en el siglo XX, los de fiel y de ilustre historia. Por ello, recuerda la estrofa cantada por Taller Canario de Canción:

En el pasado está

el presente que te obliga,

nunca transformarás

si no es desde la Historia misma

Precisamente el primer plano que dio forma a la ciudad estuvo basado en los dibujos realizados por Leonardo da Vinci para la ciudad de Imole. Cuando uno pasea hoy por sus calles no puede dejar de manifestar su asombro por el magnífico ejemplo vivo de lo beneficiosas y fructíferas que pueden resultar las relaciones entre gentes y culturas procedentes de distintos lugares.

Aquella vieja ciudad se mantiene hoy en pie, gracias a la perseverancia de sus vecinos y de sus regidores que la han embellecido con el paso del tiempo, llenándola de edificios singulares y de palacios distinguidos. La Laguna en este tiempo ha pasado de ser una ciudad rural, con mujeres de pañoletas y lecheras en la recova y en sus calles, a una ciudad moderna que sigue siendo filosófica y surrealista, reflexiva y poética, llena de vaivenes, de fragmentos, de amores, de vinos, de lecturas y de cantos que sabandañean por las esquinas sus amores.

Todo bajo la sombra alargada de nuestro Cristo, que cada año, por dos veces, recorre sus calles. Una en período de recogimiento, momento el de la mañana del Viernes Santo en que, según narran los más antiguos del lugar, el Cristo desclava de la Cruz su mano derecha para bendecir a la ciudad. Otra en plena efervescencia de alegría, que concluye con unos fuertes cañonazos que anuncian un singular acontecimiento.

Es el momento de la Entrada del Cristo, en donde miles de voladores y ruedas mágicas de fuego, subirán hasta el cielo para hacer palpitar a los vecinos y forasteros. Y podremos comprobar cómo las colinas de San Roque se incendian con pólvora, emitiendo un resplandor que maravillará a todos los presentes. Los pirotécnicos se afanarán en ofrecer lo mejor: palmeras de decenas de metros de altura, baterías de cometas, cascadas de colores, lluvias de fuegos que iluminarán el cielo de la única y espléndida noche de septiembre. Qué mejor que los versos de Domingo Manrique, para describir el espectáculo pirotécnico:

La procesión retorna; cohetes mensajeros

tienden su deslumbrante cabellera dorada

ha llegado el momento sublime de la "Entrada",

el aire tiembla al brusco tornar de los morteros,

Y súbito millares de rojas serpentinas

estallan fragorosas en ígneos surtidores;

la plaza es un incendio, volcanes las colinas.

 

Estos recuerdos históricos y esas evocaciones que hemos hecho, queremos también unirlas al pregón para que no olvidemos nunca quiénes somos y de dónde venimos, y para pedirles que el desarrollo que La laguna está viviendo no nos impida perder de vista hacia dónde vamos, pues hemos de conjugar el progreso y el avance con la tradición.

Hoy La Laguna no es sólo el nombre de una de las ciudades más importantes del archipiélago, ni siquiera un nombre que le arrebató el topónimo a la fértil Aguere -del cual nos orgullecemos-, sino que es parte del futuro, de la esperanza que subyace en el alma de las gentes de Canarias, fiel a sus tradiciones, leal con su historia y con la conciencia que rige su municipio, un municipio cuyas señas de identidad jamás deberán desaparecer por la fuerza de la especulación, del abuso, y de un desarrollismo brutal.

Por ello debemos seguir siempre en la brecha, y no autocomplacernos. Y mirar hacia adelante, sobre todo en unos momentos en que nos hallamos en un nuevo siglo. El siglo en que Canarias, de una vez por todas, elija su camino con la esperanza de conseguir un mundo mejor, para nosotros y para nuestros hijos, y convertirnos en un vehículo de contacto con la población foránea que decide visitarnos. Sin excluir a nadie, aprovechando la oportunidad de estar en continua relación con culturas diferentes, para enriquecernos culturalmente, pero sin olvidar lo nuestro y enorgullecernos de ello y de nuestras fiestas.

Cuando el obispo Arce escribe en sus sinogales sobre la fundación de La Laguna manifiesta que se llevó a cabo con “cien vecinos y no más, conquistadores y otra gente. Un centenar de hombre de los cuales cincuenta eran castellanos y cincuenta eran guanches”. De ahí hasta hoy, en otro ejemplo más de cuán fructíferos pueden resultar los sincretimos, los mestizajes de pueblos y de culturas.

Y esta fiesta en concreto debe servir como elemento difusor de nuestras costumbres, como valor primordial que ofrecer al visitante y enseñar a los extraños en muestra de sus orígenes y su patrimonio fundacional en aras de revitalizar y preservar nuestra canariedad.

Finalmente quiero hacer un ruego al Santísimo Cristo de La Laguna, y lo quiero hacer hoy y aquí, en un lugar que es crisol de canarios, fundidos y refundidos a través de los siglos: Abandonemos nuestras diferencias. Frente al pleito, unámonos. No nos dejemos distraer. Luchemos por una Canarias unida, que quiere buscar su destino con todos y entre todos. Tenemos tanto que enseñarnos, tanto que compartir, tanto que disfrutar, y estoy seguro de que podemos hacerlo y para ello seguro, seguro, que contamos con el beneplácito de nuestro Cristo.

Unámonos para que nos ayude a defender nuestro medio ambiente, como marco permanente de calidad de vida y como exigencia humana de bienestar social, exigiendo, criticando, pero también colaborando en la defensa de los intereses de La Laguna, que en definitiva son los de todo el pueblo de Tenerife y de Canarias entera.

Precisamente el expediente para la declaración de La Laguna como Patrimonio de la Humanidad evidencia ciertos valores que hoy conviene recordar. La Laguna se concibe en sus orígenes bajo una planificación innovadora: el modelo de “ciudad-ideal” no fortificada. Es el primer ejemplo de ciudad no fortificada, concebido y construido según un plano inspirado en la navegación, la ciencia de la época.

La Laguna materializa en la realidad la idea del poblamiento de una tierra nueva, la idea de una ciudad no fortificada como ciudad de paz, la idea de una ciudad como proyecto colectivo reflejo de una nueva estructura social y su imagen como constelación de puntos de una carta de navegación y las constelaciones del cielo.

En este momento histórico todos los canarios tenemos la oportunidad de volver a construir el proyecto ilusionante de conformar el espacio vital que todos compartimos como un espacio nuevo, un espacio de paz, un espacio espejo de una estructura social más justa y que acoja las legítimas aspiraciones de progreso de todos los canarios.

Y navegar. Porque, ¿qué otra cosa es la vida sino navegar? Fijar destinos, marcar rumbos, compartir la aventura de la travesía. Pero teniendo siempre claro que para que la singladura llegue a buen fin es necesaria la colaboración de todos, el que todos pongamos manos a los aparejos y ayudemos a gobernar la nave. En Canarias no sobra nadie y somos necesarios todos.

Como subraya Amin Maalouf, “si creemos en algo, si tenemos en nuestro interior suficiente energía, suficiente pasión y ganas de vivir, podemos encontrar en los recursos que nos ofrece el mundo actual los medios necesarios para hacer realidad algunos de nuestros sueños”. En suma, el sueño de pertenecer a la apasionante aventura humana, a la aventura de quienes viven y trabajan en Canarias y por Canarias.

Soy consciente de que meternos en estos caminos puede ser una aventura, por las propias piedras que en él encontraremos, en las cuales tropezaremos y caeremos muchas veces. Tropiezos que nos servirán para corregir errores y para que todo nuestro pueblo camine unido hacia adelante y así consiga salir victorioso de este compás de espera que es el futuro. Para ello contamos con un aliado de excepción, el Cristo de La Laguna, que nos ayudará, estando unidos, a levantarnos y a proseguir nuestra marcha.

Por ello, después de estas reflexiones y de estos sentimientos, dispongámonos alegremente a recibir a nuestros visitantes y a disfrutar de esta fiesta, tan nuestra y tan propia. Participemos y colaboremos con ellas, divirtiéndonos y sintiéndonos orgullosos de nuestra tierra, de esta ciudad y de sus gentes. ¡Qué empiece la fiesta! ¡Qué suenen las guitarras, qué se derrame el buen vino en nuestras gargantas, y preparémonos para recibir esa orgía de fuegos de colores que invadirá todos los rincones de La Laguna!

¡Que las fiestas del Cristo comiencen! ¡Vivan las fiestas!