Me emociona de modo muy profundo y me enaltece sobremanera decir el pregón de la Semana Santa de La Laguna, destacando los actos de culto y los desfiles procesionales con que la Ciudad en que nací y en la que he vivido siempre, salvo los cinco primeros años de mi ministerio sacerdotal, conmemora, en este año de 2008, la pasión, muerte y resurrección de nuestro Señor Jesucristo. Me conmueve y llena de honor, repito, ser hoy pregonero de la Semana Santa de esta Ciudad, de esta Muy Noble, Leal y de Fiel Historia Ciudad de san Cristóbal de La Laguna, Patrimonio de la Humanidad.

Pero la emoción y el enaltecimiento no impiden que me presente ante Vdes. un poco abrumado por el peso de la responsabilidad que me he echado encima y con bastante desconfianza en cuanto a salir airoso del empeño. Sin embargo, por otra parte, tengo la confianza suficientemente  compensatoria, porque puedo declarar que, el estar hoy aquí se debe al  insistente ruego, que agradezco de corazón, de la Junta de Hermandades y Cofradías, con su  Presidente a la cabeza. Ellos tienen la culpa de que yo considere un honor el aceptar su invitación, aunque no lo sea tanto para Vdes. el escuchar mis palabras. También, como nacido en La Laguna, puedo decir con san Pablo, que el pregonar aquí es motivo de orgullo. Pero orgullo de anunciar el Evangelio que es el mejor y más sublime de todos los pregones, pues de esa buena noticia, sobre el más grande de los acontecimientos de la historia, Cristo es el único protagonista y el mejor de los mejores pregoneros.

Es cosa difícil hacer dignamente el Pregón de la Semana Santa de La Laguna en La Laguna. Porque la palabra es torpe, cuando los ojos ven. Y mucho más si, como ocurre en este caso, lo que ven los ojos es algo que tiene la anchura del océano y la profundidad del espíritu: dos dimensiones que suspenden el ánimo del que contempla y le obligan dulcemente a entregarse a una estática y arrobadora quietud, frente a la cual hasta el susurro de una palabra dicha con amor puede parecer profanadora falta de respeto.

La dificultad aumenta en mí, porque por lógica exigencia de mi ministerio sacerdotal, estoy habituado a contemplar la Semana Santa desde dentro y clavando con fijeza mi atención en una perspectiva de la misma que ni es de La Laguna ni de este tiempo, porque es del mundo y de siempre: la de la Pasión redentora del Salvador. Y pienso más en la santidad de esta semana que en la Semana Santa en cuanto tal; más en Jesucristo que en sus imágenes sublimes, en una Jerusalén que ya no existe que en La Laguna, actualmente existente. Y es que me vence el Evangelio, como dije anteriormente. Y no hago nada por mi parte, porque no puedo hacerlo, para encontrar recursos en mi alma capaces de ofrecer resistencia a la fuerza arrolladora que hasta mí llega desde sus páginas sagradas.

El arte,  la piedad de las mujeres y los hombres de La Laguna, sus calles y sus plazas, el silencio litúrgico, los cirios encendidos y las madrugadas frías de marzo o abril, las noches temblorosas de emoción, los desfiles de hombres y mujeres penitentes, los pasos iluminados, los rezos colectivos, las lágrimas en las mejillas o el rocío en las palmas del Domingo de Ramos… todo se me representa inmensamente pequeño, a pesar de su belleza, ante la grandeza única y divina del  misterio que se conmemora: la muerte del Hijo de Dios para salvarnos y para dar una explicación satisfactoria a eso que atormenta mi alma igual que tortura la de Vdes.: el sentido fundamental del dolor y del pecado, del amor y la esperanza.

El primer pregón de la primera Semana Santa de la historia fue pronunciado, hace ya veinte siglos también por un sacerdote, aunque su nombre sea desde entonces maldito y execrable: Caifás. Era el Sumo Sacerdote de Israel aquel año. Inmediatamente después del milagro de la resurrección de Lázaro, dice san Juan que se reunieron los miembros del Sanedrín, alarmados por la popularidad creciente de Jesús y dispuestos a tomar definitivas determinaciones. En medio del tumultuoso ardor de las deliberaciones, llegó un momento en que se levantó Caifás y habló así: “No comprendéis nada; no caéis en la cuenta en que lo que conviene es que muera un solo hombre por el pueblo, en vez de que perezca toda la nación” Y añade san Juan: “Esto no lo dijo pro propia iniciativa, sino que, como era pontífice aquel año, sirvió de instrumento a Dios, y profetizó que Jesús había de morir por la nación, y no solamente por la  nación judía, sino también para reunir a los hijos de Dios, que estaban dispersos”.

Es cierto que él se refería de manera directa e inmediata a la conveniencia política con el fin  de conservar el favor de los romanos, a quienes no agradaba que se alterara el orden público. Pero había también en sus frases, como subraya san Juan, un segundo sentido que ni  él mismo comprendió: de la conveniencia teológica del sacrificio de Jesús para unir los destinos sueltos del mundo con el Dios de la unidad y el amor.

Pues bien, éste es, a mi parecer, el motivo supremo de la belleza que encierra la Semana Santa de La Laguna: resaltar la conveniencia, para la vida humana, de la muerte de un Dios que nos redime del pecado.

Debemos tener los ojos del alma bien abiertos, pues en el  anuncio de Cristo y de su misterio encontraremos cofradías y penitencias, imágenes y esculturas, hechos vida en la madera, que nos irán pregonando el más grande de los misterios: que el Hijo de Dios llegó como pobre a este mundo, que  sufrió afrenta, pasión y muerte, en redención por la humanidad, por todos los hombres y mujeres de todos los tiempos. Sus heridas nos han curado y, resucitado al día tercero, está vivo y glorioso para siempre.

Por eso, María Magdalena hizo un gozoso pregón de la mejor inacabada semana santa de todos los tiempos, cuando dijo a los discípulos: he visto al Señor. Al Señor resucitado. Pues vana sería nuestra fe y  falsa nuestra esperanza e inútil nuestro pregón, si Cristo no hubiese resucitado de entre los muertos.

Sin embargo,  fue alguien el día de Pentecostés, el día del fuego, el día en que una llama apareció sobre las frentes de todos cuantos tenían fe en la muerte y resurrección de Cristo, quien mejor ha pregonado la Semana Santa.  Porque no se puede creer en la Muerte y Resurrección de Jesús sin que el corazón se convierta, sin más en una hoguera.

Aquel fue, efectivamente,  el mejor pregón de los misterios ocurridos en Jerusalén durante la más santa de las semanas. Un grupo de creyentes estaba, como nosotros, reunido en torno al recuerdo de Jesús, presididos, como nosotros, por el amor de María. Era pobre gente asustada como nosotros, como nosotros creyentes, mediocres como nosotros. Antes de la resurrección de su Maestro habían tenido mucho miedo y habían creído –como tantas veces nosotros- que el mundo se venía abajo. Ahora, ya no tenían miedo, pero seguían presos del asombro. No acababan de digerir ni entender las cosas tremendas y vertiginosas que habían vivido en los últimos días. Y esperaban. No sabían muy exactamente qué esperaban, pero sabían que algo iba a ocurrir, algo que terminaría por eliminar todas aquellas sombras e incendiaría sus vidas.

Y fue entonces cuando un viento sacudió la casa en que permanecían encerrados. Y fue entonces cuando un fuego descendió sobre sus cabezas y sobre sus almas. Y en aquel mismo instante lo entendieron todo: la muerte y la vida, la resurrección y la esperanza. Fue entonces cuando se dieron cuenta de quién había estado entre ellos y por qué había muerto y por qué había terminado resucitando. El Espíritu Santo se les subió a la cabeza como un vino de muchos grados. Y sintieron de repente que habían desaparecido todos sus miedos. Y que tenían que empezar a gritar por todas partes el nombre de Jesús.

Salieron a las calles enloquecidos, saltando, gritando. Cruzaron los pórticos y  los atrios del Templo exultantes como si hubiera llegado el fin o el principio del mundo. Quienes les veían se preguntaban si estaban locos o borrachos. Y se reían y se asustaban de ellos.

Fue entonces cuando san Pedro hizo su gran pregón. Se subió a una de las escalinatas en las que tantas veces había hablado, semanas antes, su Maestro y gritó a los que le escuchaban:

“Israelitas: El Dios de Abraham, de Isaac, de Jacob, el Dios de nuestros padres, ha glorificado a su siervo Jesús, a quien vosotros entregasteis y negasteis en presencia de Pilato. Vosotros negasteis al Santo y al Justo y pedisteis que se soltara a un homicida. Disteis muerte al Príncipe de la vida, a quien Dios resucitó de entre los muertos, de lo cual nosotros somos testigos. Ahora bien, hermanos, ya sé que lo que hicisteis, lo hicisteis por ignorancia. Pero Dios ha dado así cumplimiento a lo que había anunciado por boca de todos los profetas: la pasión de su Ungido. Arrepentíos, pues, y convertíos, para que sean borrados vuestros pecados. Dios, resucitando a su siervo, os lo envía a vosotros primero, para que os bendiga al convertirse cada uno de sus maldades”.

Este pregón por partida triple: el de Caifás, el de María Magdalena y el de san Pedro es el que deben seguir repitiendo todos los pregones de Semana Santa. Deben seguir repitiendo lo mismo: que Jesús ha muerto y ha resucitado, que fuimos nosotros quienes por ignorancia lo hicimos, que es hora de arrepentirnos y convertirnos para que Él vuelva a resucitar en nosotros.

Este es el pregón que, año tras año, deben pronunciar en su hacer religioso las Cofradías y Hermandades de La Laguna, intentando manifestar y descubrir el misterio en el que dicen creer.

En el pasado las Cofradías y Hermandades celebraban los misterios de la fe con piadosa devoción y acudían en socorro de enfermos y menesterosos. Culto y caridad eran inseparables, pues honrar al Señor Crucificado era curar sus heridas en las personas enfermas, moverse a compasión conducía a tener misericordia con el pobre desvalido; oír sus palabras en la Cruz era como mandato para el perdón de las ofensas, para el  amor a los enemigos, para suscitar el deseo eficaz de caridad fraterna; ver su cuerpo desnudo, impulsaba la generosidad para facilitar vestido al que nada tenía.

Así nacieron las Cofradías y Hermandades de La Laguna y así han de seguir su camino, pues la fe llama al culto auténtico del Dios vivo, pero  tiene también unas implicaciones sociales que no pueden reducirse a un comportamiento individualista, sino que exige una toma de conciencia solidaria con los necesitados como respuesta coherente al Evangelio.

Las Cofradías y Hermandades han sido, desde sus orígenes, un movimiento religioso integrado por seglares empeñados en vivir y proclamar públicamente su fe. Seglares que, durante unas horas en la Semana Santa, cubren su rostro con antifaz y capirote, pero que durante todo el año han de llevar la cara descubierta para que se vea en su comportamiento público, en sus ideas, en los derechos que defienden, en la moralidad de sus vidas, en la comunión con la Iglesia, en  la participación en las actividades pastorales de la vida parroquial o diocesana, su inequívoca pertenencia a la comunidad de los llamados en Jesucristo.

No deben ser las Cofradías y Hermandades simples mantenedoras de preciadas reliquias del pasado, ni comisiones de fiestas espléndidas, ni grupos cerrados de piedad, sino verdaderas comunidades cristianas que escuchan la Palabra de Dios, orientan su vida y guardan los mandamientos, celebran los misterios del Señor y sus sacramentos, se abren a la caridad fraterna y, como expresión de todo ello, salen a la calle predicando, en la imagen  del misterio que veneran, la fe viva con la que quieren ser reconocidos como verdaderos cristianos en perfecta unión con  sus pastores.

Las Procesiones no deben empezar y acabar con las fechas de una Semana Santa. La procesión, en los  días del gran recuerdo, debe expresar la vivencia espiritual de la Cofradía o Hermandad, que reúne a los hermanos en torno al misterio que veneran, y con la finalidad de practicar mejor los compromisos que lleva consigo la fe cristiana.

Muchos cristianos, a través del tiempo, han alimentado y vivido su fe en las Hermandades y Cofradías penitenciales. Y este debe ser el criterio que garantice la autenticidad de una Cofradía: si es verdadera hermandad cristiana que ayuda a vivir con lealtad el Evangelio de Jesucristo.

Fernando Estévez, Luján Pérez, Rodríguez de la Oliva, Astorga, Orbarán, Lázaro González, Ezequiel de León, y tantos y tantos otros, cuyos nombres no conocemos, pusieron sus manos sobre la madera y la llenaron de belleza. Copiaron  sentimientos y misterios. Y dijeron  -que también se puede hablar con la gubia y el escoplo- palabras que repetían las que oyeron al Maestro. Y la imagen mueve a  la devoción que es piedad y debe llevar a la celebración litúrgica del misterio. La imagen instruye y evangeliza. Y hace ver, en lo sensible, el misterio al que ni llegan ni palpan las manos. Pero como sólo Dios es Dios y Cristo el único mediador, la imagen tiende a trascender y hacerse vida, no en la madera, sino en el testimonio visible de la mujer y el hombre creyentes. Y mirando la  Imagen serena del Crucificado, que entrega su espíritu en las manos del Padre, los cristianos vivimos aguardando el retorno de nuestro Señor; viéndolo yacente o difunto, como es conocido entre nosotros popularmente, en su artística urna de plata, o en los brazos piadosos de su Madre, sabemos, que el Señor muerto ha resucitado y está vivo; contemplando a Nuestra Señora de la Soledad, comprendemos la obligación de recibir a María en nuestra casa y tenerla como madre y modelo.

Con la respuesta de Jesús: “Dichosos más bien los que oyen la palabra de Dios y la guardan”, a la mujer del pueblo que le grita: ¡Bendita sea tu madre!, el Señor quiere quitar la atención de la maternidad solo como vínculo de carne, para orientarla hacia aquel misterioso vínculo del espíritu, que se forma en la escucha y la observancia de la Palabra de Dios.

¿Acaso sólo  una madre es  madre de su hijo porque lo ha llevado en su seno durante unos meses y lo ha dado a luz? Bien sabemos que es eso mismo y muchas, muchas cosas más: sentimientos, afectos, preocupaciones, cariño, ilusiones.

María, por medio de la fe, se convirtió, en Madre de Jesucristo. Pero también en la primera discípula del Evangelio. Ella se dejaba guiar por la Palabra de su Hijo. Lo había llevado en su vientre, pero lo tenía para siempre en su corazón.

Por eso, podemos repetir el saludo de su prima Isabel: ¡Dichosa tú que has creído!” Y María tuvo que contemplar a su hijo escarnecido, humillado, cargando con la cruz. Y tuvo que ver cómo  el hijo de su alma iba muriéndose en la Cruz

¿Y tú que hacías, María, podríamos preguntarle, al ver lo que no podrían creer tus ojos, lo que no podía aguantar tu dolor de Madre? Sin duda, guardarlo todo en mi corazón, nos diría, como hice tantas veces ante el anuncio del ángel, ante las palabras de los pastores y ante las de mi propio Hijo, cuando se quedó en el Templo. Porque las cosas de Dios solamente se comprenden con alma y vida.

¿Dónde suele caer la Palabra de Dios en nosotros? ¿Sólo en los labios, lejos de nuestro corazón? ¿Sólo en la razón, evaluándola con criterios meramente humanos? ¿En el corazón, en la vida?

Después de este paréntesis obligado ante la figura de María en el momento de su mayor dolor, la Soledad,  volvemos a nuestra reflexión sobre la Semana Santa.

La cofradía, en Semana Santa y con sus imágenes, recorre en procesión de penitencia las calles por las que, todos los días, vamos peregrinando, envueltos en mil quehaceres, hacia el santuario de Dios. La procesión de Semana  Santa se hace luz en imágenes y signos que deben llevar a una vida distinta y nueva. Cristo es el que camina rodeado de hombres y mujeres, que lo llevan y acompañan. Túnicas y capirotes, cirios y estandartes, pasos y cruces, imágenes y nazarenos se hacen vivo lenguaje que solamente puede hablarse con una palabra: el amor de Dios hecho humanidad en su Hijo Jesucristo. La procesión, de palmas o de dolor, recuerda siempre el peregrinar del Hijo de Dios por este mundo y debe reafirmar en el cristiano, el deseo eficaz de seguir tan santos y queridos ejemplos

La procesión de Semana Santa debe ser como una señal y reflejo de la misma vida cristiana, que es peregrinación  hacia la Jerusalén del Cielo. Una peregrinación entre las dificultades y contrariedades del mundo y los consuelos de Dios. Pero no caminamos solos. Vamos unidos con todos aquellos que miran a Jesús como Salvador y principio de la unidad y de la paz. Y vamos rezando por el camino, anunciando la cruz y la muerte del Señor, hasta que Él vuelva.

Así va discurriendo la Semana Santa de La Laguna. Los dos desfiles procesionales del V Domingo de Cuaresma, antes denominado de Pasión, significan para mí el anuncio que el mismo Cristo, subiendo hacia Jerusalén y  acompañado de  sus discípulos, va haciendo de lo que hemos de contemplar unos días más tarde, sin acertar a creer lo que les va diciendo: entregado y escarnecido, condenado a muerte y lleno de burlas, azotado y puesto en el monte como crucificado. Pero al tercer día resucitará.  Sobre todo, lo destaca la procesión de la  mañana con la Imagen  del Cristo del Rescate. En estas tres palabras está sintetizada la obra de la Redención. Pues, eso significa rescate: redimirnos de la cautividad del pecado para conducirnos a la libertad de los hijos de Dios, sacarnos de las tinieblas del mal para conducirnos a la luz esplendorosa  de la gracia.

Días después, el Viernes, antes llamado de Dolores, se hace presente la figura de María, la Madre, por medio de sus imágenes de los Dolores, de las Angustias, de la   Piedad, de la Soledad, de la Amargura, destacando con especial relieve la Predilecta, de Luján Pérez. Este dato, pienso que resalta  la presencia de María en los alrededores de Jerusalén. Sólo así se explica su aparición en el  Calvario la tarde del Viernes Santo.

La puerta de la Semana  Santa  se abre entre palmas y hosannas con la procesión del Paso de la Entrada de Jesús en Jerusalén. El primer día de la Semana tiene un doble título: “Domingo de Ramos” y “En la Pasión del Señor”. La Liturgia de la Semana Santa actualiza de algún modo la última semana de Jesús antes de su Pasión y Resurrección. El Domingo conmemora la entrada de Jesús en Jerusalén, en la primera parte de la celebración. Después, la celebración se centra en la Pasión. Por eso, el segundo título del día: “En la Pasión del Señor”. Celebramos que Jesús se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo pasando por uno de tantos hasta dar la vida. Las vestiduras de color rojo nos recuerdan que se trata de un martirio, con todo lo que lleva de sufrimiento y de muerte, pero también con todo lo que encierra de victoria. Por eso decimos que celebramos la Pasión. Este segundo aspecto del Domingo lo subrayan los Pasos que desfilan por la tarde desde las Parroquias de Ntra. Sra de la Concepción y san Juan Bautista: Jesús condenado a muerte y las tres caídas subiendo al Calvario, destacando la amargura que supuso para la Virgen, la contemplación de su Hijo roto por el sufrimiento.

Los primeros días de la Semana Santa (desde el Domingo de Ramos hasta el Jueves Santo, al mediodía) pertenecen todavía a la Cuaresma, pues el Triduo santo pascual de la Pasión y Resurrección del Señor, como punto culminante del año litúrgico, se inaugura con  la Misa vespertina del Jueves Santo y tiene su punto culminante en la Vigilia Pascual y el Domingo de Resurrección.

Para comprender su sentido litúrgico conviene tener presente la intención de las lecturas bíblicas. En la celebración de  la Eucaristía, cada uno de estos tres días se lee uno de los Cánticos de Isaías que nos hablan del Siervo de Yahvé.

El Lunes Santo, el Canto primero de Isaías junto con el Evangelio de san Juan, nos presentan a Jesús, Ungido Mesías, y lleno del Espíritu, como el Siervo verdadero, enviado por Dios para traer la salvación a todos los pueblos, el Mesías que demuestra ser el Siervo, entregando su propia vida por amor  a la humanidad entera.

Este aspecto lo subrayan los pasos que desfilan al atardecer: El Cristo del Amor Misericordioso, el de Jesús en la oración en el huerto, a los que se une éste que contemplan nuestros ojos  con los objetos con que Jesús fue atormentado e inmolado rodeando la figura de María en su mayor dolor, que es el de la Soledad.

El Martes Santo, Jesús anuncia la hora de su “glorificación”, que pasa también por la traición y de Judas y la debilidad de Pedro,  y consiste en la firme voluntad del Maestro, que camina hacia el cumplimiento de su misión, aunque le cueste la vida, entregándola por bien de todos.

La debilidad de Simón y su consiguiente arrepentimiento aparecen subrayados en el Paso, popularmente llamado LAS LÁGRIMAS DE SAN PEDRO  y la firme voluntad del Maestro hacia el cumplimiento de su misión, queda destacada en la impresionante imagen del Cristo atado a la Columna y la del Cristo de los Remedios. A estos pasos acompañan dos imágenes de María, La Dolorosa y Nuestra Sra. de las Angustias

El Martes Santo, dentro de la Semana Mayor, ha adquirido un significado especial por razones prácticas, ya que, con el fin de que puedan asistir a ella el mayor número de sacerdotes, en este día se celebra la Misa Crismal, que corresponde a la mañana del Jueves Santo.  En ella se consagra el Crisma y se bendicen los Óleos que constituyen el signo central de varios sacramentos: Bautismo, Confirmación, Orden y Unción de los Enfermos.

Además esta celebración pone de relieve el sentido de unión eclesial en torno al Obispo. El Obispo preside la celebración, rodeado de los sacerdotes de la Diócesis y de los fieles.  Desde esta celebración  irradia a las diversas parroquias e iglesias, a las que se envían el Crisma consagrado y los Óleos bendecidos, la vida sacramental. También este día la renovación de las promesas hechas el día de la Ordenación por parte de los sacerdotes subraya los valores del sacerdocio en la Iglesia.

Con la celebración Eucarística del Miércoles Santo, finaliza prácticamente el tiempo de Cuaresma.  Próximos a celebrar el misterio de la Pascua del Señor, junto a la admiración contemplativa de su entrega, debemos aprender la lección del Siervo del tercer Cántico de Isaías y, sobre todo, de Jesús, que cumple perfectamente el anuncio del profeta.

Ante todo, los cristianos, debemos ser buenos oyentes de la Palabra, teniendo “espabilado el oído” para escuchar la voz de Dios. Y  luego, cuando hablamos a los demás, debemos “decir una palabra de aliento a los abatidos”.

En la noche del Miércoles  hacen su recorrido procesional los Pasos del Ecce Homo y el de Jesús con la Cruz a cuestas, camino del Calvario. Con paso firme, camina hacia el Calvario, cumpliendo la voluntad del Padre, aunque le cueste la vida y, olvidándose de sus dolores, va consolando a quienes lloraban a la vera de la Calle de la Amargura. Abatido Él por el peso de la cruz, va diciendo una palabra de aliento a los abatidos.

La celebración vespertina del Jueves Santo es como el prólogo del Triduo Pascual, que comprende exactamente el Viernes, Sábado y Domingo. La Misa del Jueves Santo es algo entrañable, porque en ella conmemoramos de manera especial la Institución de la Eucaristía por Jesús en la Última Cena.

No lo hacemos a modo de aniversario histórico, sino por la especial relación que tuvo esa Última Cena –y, por tanto, nuestra Eucaristía- con  la Pascua inminente; antes de ser “entregado” y empezar su Pasión.

Quiso adelantar sacramentalmente la ofrenda de sí mismo, con el lenguaje de unos signos eficaces: el pan y el vino. Siempre la eucaristía tiene relación con la Pascua, porque es su celebración actualizada sacramentalmente, eso significa memorial, y la participación en la fuerza salvadora de la cruz. Pero hoy esta relación se ve más expresivamente: la Eucaristía del Jueves Santo no se entiende sólo en sí misma, sino que mira a la Eucaristía de la Noche Pascual, la más importante del año.

Del mismo modo,  el  RITO DEL LAVATORIO DE LOS PIES, propio de este día, no se entiende si no se orienta a la Muerte salvadora de Cristo: es otro gesto cuasi sacramental que apunta a la entrega sacrificial de Jesús por los demás.

Estos aspectos lo subrayan especialmente los Pasos que desfilan en la noche del Jueves Santo: la  Santa Cena y   el  Señor de la Humildad y Paciencia.

La celebración del Viernes Santo se centra, evidentemente, en la Cruz de Cristo, en el Misterio de la Muerte salvadora del Redentor. La cruz es el símbolo más importante de la celebración. El color rojo indica el carácter martirial y victorioso de la muerte de Cristo.

El Viernes Santo celebramos ya la Pascua, en su primer momento, el de la Muerte.  La Pascua abarca un doble movimiento, descendente y ascendente, y es un único acontecimiento: Muerte y Resurrección del Señor. Los tres días se celebran como un único día, y tienen una única Eucaristía, la de la Vigilia, punto culminante del Triduo, en la que no se recordará y actualizará sólo el aspecto glorioso, sino toda la “inmolación del Cordero pascual”.

La Ciudad de La Laguna comienza a celebrar el primer momento de la Pascua desde la madrugada del Viernes en torno a la Imagen del Santísimo Cristo de sus amores. ¿A quién no le impresiona cuando se le mira, cuando se le contempla? Yo les confieso que, desde niño, fue plasmándose en mi espíritu la visión de nuestro Cristo de La Laguna. Y les puedo asegurar también, que, tanto en mis años de seminarista, cuando estudiaba Teología y después, siendo sacerdote, contemplando su impresionante Imagen, he aprendido más sobre la pasión del Señor que en todos los libros. Al fijarme en sus piernas de atleta, en las realistas y casi macabras heridas sangrantes, y al alzar un poco más los ojos y ver su cabeza casi derrumbándose sobre mí, aquella cabeza muerta, tan dramática como tierna, tan divina como humana, siempre se agita algo en mí que sólo puedo definir con la palabra “vértigo”. Este vértigo ha crecido hasta cotas inverosímiles, cuando cada año, en mas de cincuenta ocasiones, el día 9 de septiembre, he contribuido a bajarlo de la Cruz.  No es miedo ni espanto, porque me atrae. No es gozo ni júbilo, porque me hace temblar. Es el vértigo de amar y el vértigo de creer.

A la luz de la Imagen del Cristo de La Laguna vislumbro lo terrible de la muerte de Dios. Y digo “vislumbro”, porque nunca lo he entendido.  Porque no se trata sólo de unas manos taladradas y un pecho desgarrado. Miles de seres humanos antes y después han padecido dolores parecidos y, si se quiere, aún mayores en lo físico, Pero aquí es el  drama espantoso de un Dios que desciende a salvar a la humanidad y el de una humanidad que hace retroceder a ese Dios, como quien a latigazos empuja a un león hacia su madriguera, hostigándolo con la única cosa que tiene el ser humano y que no posee Dios: el pecado y su consecuencia, la muerte.

Entonces descubro el horror de que un ser humano pueda unir estas palabras: Dios-muere, sin ponerse a temblar. Ciertamente los cristianos somos una raza extraña. Estamos hechos a una fe tan vertiginosa que podemos creer y aceptar todo, sin que cosas tan terribles nos convulsionen el alma.

Un cristiano, una cristiana, un sacerdote, puede ir a un Viernes Santo, a los oficios, a la procesión, sin que se le desmigaje el alma, sin que se le desajusten los ejes de su vida, tragándose la muerte de Dios como un vaso de agua. ¡La muerte Dios! ¿Cómo es posible hablar de ella sin temblar? ¿No sería lógico que habláramos de la Semana Santa con escalofríos, sabiendo que aún  la muerte de todos nuestros seres queridos juntos es infinitamente menos terrible? ¡La muerte de Cristo!

Al menos cuando los grandes escultores esculpían un Cristo muerto o una Dolorosa, algo vertiginoso ocurría en sus almas: sus obras son mucho más fruto de un terremoto interior, que de un hábil cálculo de medidas estéticas. Creían. O creían que creían. No jugaban, al menos. No jugaban como nosotros. El mundo, que ha inventado el parto sin dolor, ha inventado también el ateísmo sin dolor.

Pero los cristianos hemos inventado algo más terrible: la fe sin dolor, la fe sin riesgo, la fe sin vértigo. El peligro, la apuesta, el compromiso son, cada vez más, cosas del pasado o de un puñado de locos. Nosotros somos más inteligentes. No negamos a Cristo crucificado –hacerlo supondría un riesgo- sino que simplemente lo hemos convertido en un recuerdo piadoso. La cruz adorna nuestra vida como el pecho de una bella dama. Hemos “domesticado” a Dios, “descaifenando” su Palabra.

Por eso, no me maravilla demasiado el que tan duramente sacuda a nuestra Semana Santa el látigo de la secularización. No podemos situar el enfriamiento religioso como obra de los últimos años. Hace unos treinta años, el humor de Mingote dibujó un carretera con una larga caravana de coches, bajo la cual una leyenda decía: “Han comenzado nuestros tradicionales desfiles de Semana Santa”.

Y todo esto lo veo no en los demás, sino en mí mismo, porque a nadie ataco, sino a aquellos a quienes la conciencia les ataque como me ataca a mí. La emoción es hermosa, el arte es hermoso, y la historia es hermosa, pero sólo en tanto en cuanto no nos alejen de la gran verdad y en cuanto nos ayuden a acercarnos a ella.

Los verdaderos protagonistas de la Semana Santa de La Laguna no son los pasos de Luján Pérez, de Estévez, de Rodríguez de la Oliva, de Ezequiel de León, sino las gentes que en las procesiones les contemplan o les rodean, comenzando por las Cofradías. Las imágenes son sólo medios que pueden hacer vibrar  los corazones y despertar las conciencias.

Aquí termina mi pregón, diciéndoles que la Semana Santa es siempre algo aún incompleto. Los imagineros ya hicieron su tarea. Queda por hacer la nuestra, la de quienes aún no hemos esculpido la imagen de Cristo en nuestras almas.

Por eso, cometería una traición, si con mi pregón sólo les invitara a la  emoción, al arte o al recuerdo y no les urgiera y exhortara a la conversión, como san Pedro en  Pentecostés. Déjenme que les repita sus palabras: cuanto dentro de unos días ocurrirá en las calles de La Laguna, sólo tendrá sentido si despierta en nosotros la realidad de “la pasión de Jesús, el Ungido de Dios. Arrepentíos, pues, y convertíos, para que sean borrados vuestros pecados. Dios, resucitando a su Siervo, os lo envía a vosotros, para que os bendiga, al convertirse cada uno de sus maldades”. 

Ojalá este pregón mío, que sólo quiere ser eco de aquel, pudiera hacer que, como el día de Pentecostés, descendiera no sobre sus cabezas, pero sí dentro de sus corazones, la llama viva del amor  de Dios que quema y no consume.

Que, cuando Dios contemple La Laguna en la Semana Santa desde su balcón del cielo, pueda ver una Ciudad en la que todos, hombres, mujeres y niños, arden, gentes que arden por las calles, gentes que arden cuando aman, cuando trabajan, gentes que aprenden la lección del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús y llevado hasta la muerte, artísticamente plasmado en  las imágenes de los escultores.

Entonces, sí, sería la nuestra una Semana Santa que no sólo admirasen los que nos visitan, sino también los ángeles. Está bien que los ojos humanos se extasíen en el arte. Pero no es suficiente.   Hay que lograr que los que vengan de fuera descubran que vivimos lo que decimos creer.  Que encuentren una Ciudad en llamas, como parecen indicar las lenguas de fuego que figuran en su escudo, coronando la cima del Teide. Una Ciudad que vive de lo que cree. Y que cree en un Dios que vino a traer fuego a la tierra, el fuego del amor, que el Espíritu Santo derrama abundantemente en nuestros corazones para que vivamos como hijos del Padre del cielo y hermanos de todos los hombres y mujeres del mundo.

 

Vicente Cruz Gil