Hace siglos, las principales festividades laguneras se anunciaban con un sencillo pregón callejero. Entonces La Laguna tenía el encanto de la quietud auténtica; un cristalino silencio llenaba sus calles, que ni el repiqueteo de los martillos, ni el canto de las sierras destrenzando la monotonía de su ritmo, ni esos mil pequeños ruidos que se escapan por las bocas de los talleres artesanos lograban turbar.
El pregonero, desde cualquier esquina, quebraba el aire puro del mediodía, con un sonoro toque de clarín. Luego, con voz engolada, solemne, decía su pregón. Su eco quedaba flotando en el aire de la clara mañana y, poco a poco, como un susurro de beatas, se iba perdiendo por los zaguanes entreabiertos de las casas cercanas.
Han pasado los años. Y ahora, al iniciar este Pregón de la Semana Santa de La Laguna de mil novecientos cincuenta y seis he querido traer, por un momento, hasta el pórtico de la evocación su legendaria estampa, cargada de sabor y de gracia, porque ella es, sin duda, el más adecuado marco para esta glosa de la Semana Mayor lagunera, de esta Semana Santa nuestra, íntima y sencilla, igual, en su esencia, hoy como ayer, como cuando el viejo pregonero, de esquina en esquina, dejaba estremecido en el ambiente el eco inconfundible de su voz.
¿Por qué es así la Semana Santa de La Laguna? ¿Por qué su intimidad, su sencillez, su encanto? Ante sus Vírgenes y sus Cristos, siguiendo su paso por las calles de la ciudad, convertidas en redivivo camino del Calvario, quizá podamos descifrarlo. Porque, más que el escenario en que se desenvuelve la Semana Santa de La Laguna –la Ciudad recogida, ensimismada, gris; su paz tranquila, su sosegado ambiente-, son sus Cristos y sus Vírgenes, y es esa singular manera cómo La Laguna interpreta el divino misterio de la Cruz, lo que nos da la clave de su hondo sentido.
La Laguna no le canta saetas a sus Vírgenes. No forma ante sus Cristos legiones romanas, con penachos multicolores y brillantes corazas. La Laguna quita de sobre las sienes de sus Dolorosas la corona imperial y sus sencillos trajes enlutados no llevan bordad la gracia de los arabescos. Las Dolorosas de La Laguna son íntimas, humanas, transidas de dolor. Por eso no les pone joyas sobre su pecho, ni adorna sus mantos. La Laguna sabe que el dolor es sobrio, austero, y deja a sus Vírgenes sin adornos, sin luces. Solas; solas, con su llanto y su pena.
Frente a este realismo, La Laguna, que siente una reiterada complacencia en mostrarnos a sus Vírgenes, en sus múltiples advocaciones, según la visión apocalíptica del Apóstol de Patmos, no se olvida de hacerlo también con sus Vírgenes de Dolor. Las Dolorosas laguneras están nimbadas del sol, doce estrellas aureolan su rostro y, bajo sus pies, la luna abre la curva de una sonrisa. Es una prueba más de la predilección que La Laguna siente por la más sublime de las advocaciones marianas, la que envuelve y comprende a todas; predilección que constituye en la historia de la Ciudad una línea inalterable, que arranca de su misma fundación, al dedicar su primera Parroquia a Santa María la Mayor en el misterio inefable de su Concepción Inmaculada.
Para estas Vírgenes labraron los orfebres de La Laguna espléndidos soles de oro, bordaron encajes de estrellas cuajadas de pedrería, y sus cinceles, jugando sobre la plata, plasmaron luminosas cabezas de angelotes en las superficies de sus curvadas lunas.
Por eso las Dolorosas nuestras no van bajo un “Paso de Palio”. La Laguna buscó para ellas el mejor. Y al contemplarlas en medio del sol y de las estrellas se decidió por uno sólo: por este cielo azul del primaverar de las tardes laguneras, salpicado de luces lejanas y de finísimos celajes, que parecen recortar una inimitable flecadura.
Y van delante de los Cristos. Marcando su camino. Guiándoles los pasos. María en el camino de la Cruz es, ante todo, madre. Y la madre lo es todo para el hijo, más aún cuando va abatido por el dolor. Ella sería capaz de dar la vida por salvar la del Hijo. Ella se esfuerza por aliviar sus penas. Y quiere hacer algo. Y por eso se adelanta. Para darle valor, para infundirle ánimo. Y también para que no le vea llorar. Llanto que en estas Dolorosas nuestras ha recogido y aprisionado los más sublimes y patéticos momentos del dolor por que atravesó María Santísima en su amarga vía acompañando a cristo hacia la muerte.
La Dolorosa de la Catedral es la Dolorosa de Angustia. Tiene la mirada clavada en el cielo. Las manos fuertemente entrelazadas. El rostro lleno de infinita congoja. Se le llevan al Hijo. ¡Qué puede ella hacer!
La de San Agustín es la Dolorosa de pena. Junto a Cristo va hacia el Calvario. Las lágrimas han hinchado sus ojos. Su rostro está desfigurado por el dolor. Sus párpados, enrojecidos.
Y la de la Concepción es la Dolorosa de Súplica. Tiene los brazos elevados hacia la altura y la mirada en su Hijo, ya clavado en la Cruz. Un nudo de dolor en su garganta. Está a punto de quebrarse en su pecho un sollozo incontenible. Luján la talló así. Y al contemplarla y verla tan dolorida, no pudo reprimir un piropo. ¡Mi niña bonita! Un piropo canario que nada tiene que envidiar al más castizo piropo sevillano. Cargado de amor, de ternura, de gracia. No. Luján Pérez no talló dieciséis Dolorosas. Talló quince y la Predilecta. La niña de sus ojos. La que es distinta a todas. La que junto a Cristo, en la altura del Gólgota, eleva sus brazos, estremecidos por un leve aleteo, implorando piedad.
Todo el llanto de las Dolorosas de La Laguna parece haberse concentrado en un Virgen pequeñita, menuda, que guardan en la Enfermería de su Convento las Monjas de Santa Catalina. Dicen que las lágrimas que surcan sus mejillas se las enviaron de Cuba. Quizá fué una promesa de algún viejo marino canario, tripulante de aquellos legendarios galeones que atravesaban el océano con las panzas repletas de plata, quizá un emocionado recuerdo de algún indiano que quemó su vida en tierras de América, y que un día se acordó –Dios sabe por qué- de esta Virgencita diminuta, de carita pequeña como un puño, bañada en un llanto desbordado, que custodian en su Convento las Monjas Catalinas.
La Dolorosa de Santo Domingo ya no llora. Sola, enlutada, regresa del Calvario. Se secaron sus lágrimas. El dolor se refugió en su pecho. Sus labios están descoloridos. Sus ojos, entreabiertos. La cabeza, abatida. Sus brazos, entrecruzados, parecen querer aprisionar una esperanza inútil. Es la Dolorosa del Desamparo. La Soledad.
Así son las Vírgenes de La Laguna. En ellas volcó la Ciudad toda su poesía, toda su verdad. Por eso cuando pasan por sus calles no les canta saetas, ni les enciende luces, ni les arroja claveles. Se entristece con su tristeza. Llora con su dolor.
Detrás, Cristo. Amoratado. Lleno de sangre. Cubierto de llagas. Pero traspasado de infinita serenidad.
La Laguna ha idealizado la figura de sus Cristos. Todos ellos están llenos de bondad. Sin un gesto de dolor, de angustia. Son Cristos para llegar hasta sus pies y hablerles como a un amigo, con sinceridad. Para hablarles de penas, y también de alegrías. Para contarles silenciosamente nuestros hondos sentires. Nos dan confianza. Ante estos Cristos nuestros no es difícil entablar un diálogo íntimo, desnudo.
Quizá porque la hayamos escuchado al filo de la madrugada, quebrado el sueño por el desgarro de una voz que llena la calle de indefinibles resonancias, o porque brotó, de pronto, como un florón de melancolía, entre la alegría de la fiesta, no nos hemos parado a meditar sobre el hondo sentido de tres versos de una copla que todo el pueblo canta:
…Mis penas le conté yo.
Sus labios no se movieron
y, sin embargo, me habló.
Ningún retrato mejor de nuestro Cristo lagunero, de todos nuestros Cristos. Cristos entrañables. Confidentes de nuestros secretos. Cristos traspasados de amor.
La Laguna no tiene ningún Cristo de la Agonía, o de la Expiración. Parece haberse olvidado del enorme tormento de la Cruz. Hasta sus nombres son también entrañables: Cristo de los Remedios, del Buen Viaje, de la Humildad y Paciencia… Y a su Ecce Homo no le llama así, Ecce Homo. Le llama con el ingenuo nombre de Señor de la Cañita; y a su Cristo flagelado le dice Señor de la Columna, y a la Piedad no le llama Piedad, sino la Virgen con el Señor en los brazos.
Entre la sangre y el amor, La Laguna se decidió por éste último…
El Cristo del Cementerio, en su pobre capilla del Camposanto lagunero, vela el eterno sueño de tantos y tantos que ante Él rindieron el último viaje. Amoratado, pálido, con los ojos abiertos, posados dulcemente en la tierra, está bañado de melancólica bondad. En los días de la Semana Mayor, La Laguna no lo pasea por sus calles. Él nunca abandona su retiro. Pero al hablar de nuestros Cristos, no he podido olvidarme de este sencillo Crucificado que, tantas veces, al doblar el recodo de su humilde capilla me ha hecho meditar sobre el misterio de la vida y la muerte.
Sobre un altozano de la Vega el cristo del Calvario, entre trigales rubios, desangra silenciosamente su dolor. Su Ermita está envuelta en una paz soledosa. Los domingos de verano la campana de San Lázaro desgrana sobre el campo la menuda lluvia de su repique. Y la pequeña plaza del Calvario se llena de alegría, despereza su modorra de siempre. A través de los cristales de su portalón podemos contemplar el sereno morir de este Cristo, mientras la sangre que brota de su costado abierto pone una violenta mancha de color sobre la carne rubia de su cuerpo.
El Cristo del Buen Viaje, de la Parroquia Matriz, habló una vez. Sólo escuchó su voz una humilde mujer. ¡Rescátame, rescátame! oyó cuando entraba en el templo. Ella iba a arrodillarse a sus pies, quién sabe si a pedirle por el hijo ausente, si por el marido enfermo. En aquel momento desclavaban al Cristo de la Cruz. Se lo llevaban, vendido junto con el retablo de la Capilla Mayor. Y la buena mujer no dudó. Desolada, corrió a la calle. A toda prisa buscó un comprador de su humilde casa, de todos sus enseres. Sobre un carro de mulas, camino de Santa Cruz, ya en las afueras de la Ciudad, se lo llevaban. Pero logró alcanzarlo. Pagó el rescate y el Cristo del Buen Viaje retornó a su Iglesia de la Concepción. Desde ese día el pueblo le empezó a llamar el Señor del Rescate. Es un Cristo místico, esquelético casi. De barba fina, de pómulos agudos. Sus ojos están levemente cerrados. Tiene un encanto indefinible. Como el Cristo de Burgos de San Agustín, el Señor de las Enagüitas, que Lázaro González talló por un sencillo traje de artesano y seis fanegas de trigo.
La Laguna tiene un Cristo que se ha desclavado de la Cruz y, al borde del camino, se ha sentado a pensar: el Cristo de la Humildad y Paciencia. Apoya su cabeza, coronada de espinas, en la mano derecha y parece sumido en hondos pensamientos. Todo su cuerpo es una llaga. Su semblante, tranquilo pero lleno de melancolía. En la tarde del Jueves santo, La Laguna lo pasea por sus calles, entre el cortejo de sus penitentes, y lo lleva despacio, muy despacio, para no romper el encanto de sus meditaciones…
Entre este Jueves y el Viernes Santo un paréntesis de luz: los Monumentos. ¿Quién ante los Monumentos de nuestras iglesias, ante esa maravilla de plata, de espiritualidad, de grandeza, ante esa manifestación única de fe y de amor que La Laguna, año tras año, eleva para servir de pedestal y de asiento al Dios vivo, no se ha sentido conmovido? Yo sé de prolongadas vigilias, de trabajos, de esos mil secretos que encierran los Monumentos laguneros. Cada cirio rizado tiene un lugar. Cada jarrón de plata desbordado de retamas blancas, un puesto. Todo en un Monumento lagunero está estudiado. Equilibrio de luces, de contrastes; armonía de formas: grandeza. Y tras la gloria de la plata y el oro centelleantes, las anónimas figuras de sus magistrales artífices, íntimamente satisfechos de prolongar para la Ciudad una de sus más delicadas y espirituales tradiciones.
En la madrugada del Viernes Santo el Cristo de La Laguna abandona su Santuario de San Francisco y entre filas de cirios avanza lentamente. Se ha detenido ante la Ermita de San Sebastián. Tras las rejas, las Hermanitas de los Pobres hace tiempo que aguardan su llegada. Todo el año sueñan con esta breve y primera visita que les hace el Cristo de la Ciudad en esta noche desvelada del Viernes Santo. Y se hace un silencio sin esquinas. El aire, quieto, mudo. Hasta los cirios ardientes parecen detener su chisporroteo. Y sobre la calma de esta noche con estrellas las Hermanitas destrenzan una breve plegaria. Tenuemente. Como un arrullo. Con una música suave, transparente casi. Sobre la Cruz el Cristo lagunero va dormido y ellas no quieren despertarle.
Los últimos ecos de los tambores se han refugiado en las callejas oscuras. El silencio, de nuevo, sobre la Ciudad. Por espacio de varias horas La Laguna, en la tarde de este Viernes, ha hecho revivir por sus anchas calles el drama de la Pasión de Cristo. Toda la gracia y el dolor, toda la tristeza y la poesía de la Ciudad vertida en sus soberbios tronos de plata, en sus Cristos sencillos y en sus Vírgenes transidas, en la severidad de sus penitentes y en el encanto de sus centenarias hermandades de hopa y de cordón. Y en los claveles rojos, y en los lirios morados, y en las retamas blancas; en los cirios que despabilan su agonía entre chisporroteos de luz, en las músicas fúnebres y en los sordos redobles…
Pero la quietud se ha cernido otra vez y la Ciudad parece dormida. Es la hora en que La Laguna lleva hasta el Sepulcro a Cristo. Un Cristo ya cadáver. Seco y moreno como un sarmiento. Muerto, sí, pero dulcemente muerto. Su extenuado cuerpo descansa sobre los negros cojines de su urna de plata. Y a la impresionante severidad de la muerte une la serenidad característica de todos los Cristos laguneros.
Luego la Ciudad se quedará desolada.
Para despertarse, de pronto, en el júbilo de la Resurrección. Las campanas dirán ahora su canción contenida. Volverán los Santos y las Vírgenes a saber de luces y flores. Y en los templos los cánticos de gloria renacerán y de nuevo el incienso se elevará hacia las alturas.
Bajo el pórtico de la evocación de la estampa viva y llena de sabor del viejo pregonero se recorta nuevamente. Él enlaza el hoy con el ayer de la Ciudad. Él nos trae el perfil y la esencia de nuestra Semana Santa, de esta Semana Santa lagunera, mística, recogida, con la sencillez de la grandeza, la gracia de la intimidad y el encanto de lo auténtico.