«Vivo yo, pero no yo…»

La Cruz es el signo más claro del itinerario que Dios ha seguido para salvar al hombre. Ha sido y es un itinerario de amor, por encima de todo. Pero, además, se ha ido realizando escalonadamente en una doble dirección descendente-ascendente: 1º Dios desciende hasta nosotros: “Se rebajó hasta someterse…”. 2º “Puso su tienda entre nosotros”, “pasando por uno de tantos”. 3º Pagó el más alto precio para darnos una vida superior: “Nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus hermanos”. Y 4º ya en su fase ascendente, nos ofrece esa “vida” por medio de esos “signos” que son los sacramentos: “Vuestros padres comieron el maná y murieron; el pan que yo les daré, les dará la vida eterna”.

Y ustedes saben que esas palabras no se quedaron en una promesa, sino que “la noche en que iba a ser entregado, tomó el pan en sus manos, lo bendijo, lo partió, etc.…”. La eucaristía, que es la vida entregada en la Cruz. 

Yo no sé, amigos, si nosotros valoramos en toda su extensión este misterio de la eucaristía, al cual, por otra parte, estamos tan habituados. Los judíos, cuando oyeron “les daré a comer mi carne”, se asustaron: “¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?”. Y empezaron a irse. Tanto que Jesús temió que, hasta los suyos, se fueran: “¿También ustedes piensan irse?”.

¿Y nosotros? Es verdad que, desde niños, una creciente preocupación pastoral nos ha llevado a saber que la Eucaristía es la renovación del Misterio Pascual de Cristo, es decir, de su muerte y resurrección. Que la Mesa se convierte en un “altar de sacrificio”: “Cuantas veces coman este pan o beban este cáliz, anuncian la muerte del Señor hasta que vuelva”, nos dirá Pablo. Es por lo tanto una comida que nos lleva a la salvación. Somos conscientes de la “presencia” sustancial y personal de Cristo entre nosotros. Y esa presencia no es como la de alguien que, al irse, nos ha consolado dejándonos unos recuerdos personales, un crucificado moreno, una imagen bendita, un signo extraordinario de devoción y de fe, por ejemplo, no. Es Cristo quien se queda, real y verdaderamente. “Este es mi cuerpo. Esta es mi sangre”.

Pero hay más. La eucaristía es nuestro “maná”, nuestro alimento, el “verdadero pan bajado del cielo”. Yo no sé si valoramos esta verdad en todo su estremecedor significado. Piénsenlo por un momento, por favor. El Cristo al que devotamente visitamos y seguimos por nuestras calles de Aguere, es el Cristo que verdaderamente podemos comer en cada Eucaristía.

Ocurre, que, en todo proceso de alimentación, cualquier alimento, al ser asumido por otro ser superior, en ese ser superior se transforma y a él le da vida. La humedad de los campos es asumida por las plantas y en vida de las plantas se convierte. Las plantas luego son comidas por los animales y en esos animales se transforman. Los animales sirven de alimento al hombre y también en hombre se convierten. Pero he aquí la maravilla: cuando nos alimentamos de Cristo-pan, no se transforma en nosotros este pan eucarístico, sino que somos nosotros los que nos transformamos en Él. Lo decía gráficamente San Bernardo: “Mientras nosotros comemos a Dios, Dios nos está comiendo a nosotros”.

Lo repito. Yo no sé si meditamos suficientemente estas cosas. Yo no sé si, metidos como estamos en el centro de este “milagro” diario, medimos suficientemente su altura, su anchura y su profundidad. Pero hay que empaparse en la afirmación de Jesús más y más: “Vuestros padres comieron el maná y murieron; el que coma este pan vivirá eternamente”.

Haz, Señor, que me estremezca de amor y de pasmo cada día, cuando “entres en mi pobre morada”. Y haz que tenga cada día más la suficiente lucidez para darme cuenta que, al recibirte, si yo no pongo obstáculo, en ti me voy transformando. “Vivo yo, pero no yo, es Cristo quien vive en mí”. 

Al celebrar un año más estas fiestas del Santísimo Cristo, este año, como Año Santo, Año Jubilar, hagamos una opción clara y decidida por la Vida. Cristo muerto en el madero es vida nuestra. El nos da Su Vida. Es nuestra Vida. Es el Señor de la Vida.

Salgamos de una cultura de muerte a una cultura de vida. Ha muerto para vivir. Nos alimenta para que nos convirtamos a su vida, para que nos transformemos en su Vida. 

¡¡¡Felices fiestas del Santísimo Cristo de La Laguna¡¡¡ ¡¡¡Vida nuestra!!!


Daniel José Padilla Piñero
Rector del Real Santuario