«Jesús, acuérdate de mí»

«En Cristo, que ha dado su vida por nosotros en la cruz, encontraremos siempre el amor incondicional que reconoce nuestra vida como un bien y nos da siempre la posibilidad de volver a comenzar».

Papa Francisco

 

Para la Iglesia Católica, en cualquier lugar del mundo, este año 2016 está marcado por la celebración del “Año de la Misericordia”, convocado por el Papa Francisco, que se inició el pasado 8 de diciembre, fiesta de la Inmaculada Concepción de la Virgen María, para concluir en la fiesta de Cristo Rey el próximo 20 de noviembre.

Como no puede ser de otra manera, nuestras fiestas en honor del Santísimo Cristo de la Laguna, nos han de servir para sumergirnos en la celebración del Año Jubilar y aprovechar todo lo que se nos ofrece para que estos días sean en nuestra vida cristiana un “tiempo de gracia y salvación”. En las celebraciones litúrgicas de la Santa Misa y el Sacramento de la Penitencia, en la oración ante la venerada imagen del Cristo, en las predicaciones del Quinario y de la semana de la Octava, y hasta en las procesiones con el Santísimo Cristo, tenemos todos los medios a nuestro alcance para contemplar, pedir y acoger personalmente la misericordia de Dios manifestada en Cristo crucificado.

Los numerosos y variados actos recreativos, culturales y deportivos, que componen los aspectos cívicos de las Fiestas del Cristo, no deben ocultar a quien es el centro y lo mejor de la fiesta: El Santísimo Cristo de la Laguna, en quien contemplamos “el rostro de la Misericordia de Dios”.

En efecto, como dice el Papa Francisco, en su Mensaje para la Jornada Mundial de la Juventud de Polonia: «La cruz es el signo más elocuente de la misericordia de Dios. Ésta nos da testimonio de que la medida del amor de Dios para con la humanidad es amar sin medida. En la cruz podemos tocar la misericordia de Dios y dejarnos tocar por su misericordiaEn Cristo, que ha dado su vida por nosotros en la cruz, encontraremos siempre el amor incondicional que reconoce nuestra vida como un bien y nos da siempre la posibilidad de volver a comenzar».

Hay un hermoso gesto que todos hacemos, “mirar al Cristo”. Pues bien, más allá de lo que ven nuestros ojos, al contemplar la expresión de su rostro y las llagas sangrantes de su cuerpo herido, debemos -con nuestra mirada de fe-percibir el “amor sin medida” que Dios nos tiene. Al verle así, víctima de nuestros pecados, interiormente conmovidos podemos llegar a decir aquellas palabras de un hermoso poema:

«No me mueve, mi Dios, para quererte
el cielo que me tienes prometido,
ni me mueve el infierno tan temido
para dejar por eso de ofenderte.

Tú me mueves, Señor, muéveme el verte
clavado en una cruz y escarnecido,
muéveme ver tu cuerpo tan herido,
muéveme tus afrentas y tu muerte»

Como nos enseña el Catecismo, con este ejercicio de “mirar a Cristo crucificado”, «al descubrir la grandeza del amor de Dios, nuestro corazón se estremece ante el horror y el peso del pecado y comienza a temer ofender a Dios y verse separado de él. El corazón humano se convierte mirando al que fue “traspasado” por nuestros pecados» (Catecismo 1432).Todos podemos hacer este ejercicio espiritual. Detenernos en silencio, con calma, “mirar al Cristo” y meditar: ¿Por qué Cristo está en esta situación? Es realizar la misma experiencia que hizo uno de los que fueron crucificados junto a Jesús. El “buen ladrón” hace una confesión completa de su pecado; le dice a su compañero que insulta a Jesús: «¿Ni siquiera temes tú a Dios, estando en la misma condena? Nosotros, en verdad, lo estamos justamente, porque recibimos el justo pago de lo que hicimos; en cambio, éste no ha hecho nada malo» (Lc 23, 40 ss).

Como recuerda el Papa Francisco en el Mensaje a los Jóvenes: «En el episodio de los dos malhechores crucificados junto a Jesús, uno de ellos es engreído, no se reconoce pecador, se ríe del Señor; el otro, en cambio, reconoce que ha fallado, se dirige al Señor y le dice: “Jesús, acuérdate de mí cuando vengas a establecer tu Reino”. Jesús le mira con misericordia infinita y le responde: “Hoy estarás conmigo en el Paraíso”. ¿Con cuál de los dos nos identificamos? ¿Con el que es engreído y no reconoce sus errores? ¿O quizás con el otro que reconoce que necesita la misericordia divina y la implora de todo corazón?»

Sí. Estas preguntas del Papa son, también, para cada uno de nosotros. Como el “buen ladrón”, ¿seremos capaces de reconocernos necesitados de la misericordia de Dios, implorarla y acogerla mediante el arrepentimiento de nuestros pecados? O, al “mirar al Cristo” ¿nos quedaremos en la indiferencia del no creyente, o en la soberbia del engreído que –aun siendo creyente- no se reconoce pecador y piensa que “ese Cristo crucificado” no tiene nada que ver con su vida, ni necesita su perdón?

Cuántos delitos atroces, cuántos pecados, conocidos u ocultos, se cometen cada día sin que nadie se reconozca culpable. Cuántos corazones heridos y atenazados por el remordimiento de la conciencia y sin encontrar salida a su triste situación; cuántas personas “depresivas” y con falta de “autoestima”, heridas interiormente por el peso de la culpa. Cuánta gente dominada por el mal, pero que sólo les preocupa que “se pueda saber” lo que se hace a escondidas…El “buen ladrón” nos hace un llamamiento a todos: haced como yo, poned vuestra vida al descubierto ante Jesús, reconoced y confesad vuestra culpa ante un sacerdote, ministro del perdón de Dios; experimentaréis también vosotros la alegría que yo sentí cuando escuché las palabras de Jesús: «¡Hoy estarás conmigo en el paraíso!» (Lc 23, 43).

El paraíso prometido es el perdón que nos garantiza la vida eterna en el futuro y, en este mundo, trae la paz de la conciencia, la posibilidad de mirarse en el espejo sin tener que despreciarse a sí mismo. El paraíso prometido es la liberación del poder del pecado para poder ir por esta vida haciendo el bien, que es lo único que nos hace felices a nosotros y a los que nos rodean. El paraíso prometido es el resultado de la fuerza purificadora y renovadora de Jesús en nuestra vida: «Os daré un corazón nuevo, y os infundiré un espíritu nuevo; arrancaré de vuestra carne el corazón de piedra, y os daré un corazón de carne. Os infundiré mi espíritu, para que caminéis según mis preceptos» (Ez. 36,26-27).

En una de sus parábolas, Jesús nos enseña que el publicano que fue al templo a rezar dijo simplemente, pero desde lo más profundo de su corazón: «¡Oh Dios, ten piedad de este pecador!», y «volvió a su casa justificado» (Lc 18, 14), reconciliado, perdonado, renovado. Si, al celebrar un año más al Santísimo Cristo de la Laguna, como aquel publicano, tenemos su fe y su arrepentimiento, lo mismo se podrá decir de nosotros al terminar estas fiestas: Volveremos a casa, al día a día de la vida, con un corazón renovado y rejuvenecido porque nos hemos acogido a la Misericordia de Dios y dispuestos a realizar las buenas obras que Dios quiere que practiquemos.

Es lo que deseo y pido al Señor, para mí y para todos, en la celebración de las fiestas de 2016 en honor del Santísimo Cristo de La Laguna.

 

† Bernardo Álvarez Afonso

Obispo Nivariense