Homilía en la fiesta del Santísimo Cristo de La Laguna 

SOLEMNIDAD DE LA EXALTACIÓN DE LA SANTA CRUZ 

“Cuando sea yo sea elevado sobre la tierra atraeré a todos hacia mí” (Jn. 12,32), dijo Jesús antes de su muerte. Y, como podemos ver, su profecía se  cumple entre nosotros. Aquí estamos, atraídos por Cristo crucificado, por Cristo elevado sobre la tierra y representado en esta venerada imagen del Santísimo Cristo de La Laguna, en torno a la cual nos hemos congregado hoy.

  1. La liturgia de este día, en el que la Iglesia, en todo el mundo, celebra la Exaltación de la Santa Cruz, comienza con esta invitación: “Venid adoremos a Cristo Rey, elevado por nosotros en la cruz”(invitatorio de la liturgia de las horas). Pues bien, respondiendo a la invitación de la Iglesia:
  • para esoestamos aquí, reunidos ahora en este templo, para adorar a Cristo el Señor, elevado por nosotros en la cruz; 
  • para esosaldremos luego en procesión con la Venerada Imagen del Santísimo Cristo de La Laguna, para adorar a Cristo el Señor, elevado por nosotros en la cruz;
  • para eso resuena y se ilumina nuestro cielo lagunero con los fuegos artificiales, para adorar a Cristo el Señor, elevado por nosotros en la cruz;
  • para esohemos celebrado estos días pasados el Quinario, para adorar a Cristo el Señor, elevado por nosotros en la cruz.

Todo eso y muchas cosas más, sobre todo aquello que ocurre en la intimidad del corazón de cada uno, lo hacemos para adorar a Cristo el Señor, elevado por nosotros en la cruz.

Si hermanos, este es el día para decir de todo corazón:

  • “Tu cruz adoramos, Señor, y tu santa resurrección alabamos y glorificamos; por el madero ha venido la alegría al mundo entero” (antífona del benedictus)

Este es el día para cantar llenos de gozo:

  • “Resplandece la Santa Cruz, por la que el mundo recobra la salvación. ¡Oh Cruz que vences!, ¡Cruz que reinas! ¡Cruz que nos limpias de todo pecado! ¡Aleluya! (antífona 3ª de laudes)
  1. Si hermanos, “venid adoremos a Cristo”. Sean todos bienvenidos a esta celebración para “adorar a Cristo, elevado por nosotros en la Cruz”.
  • Especialmente doy la bienvenida al Excmo. Sr. Representante de su Majestad el Rey de España, el General Jefe de la Zona y Mando Militar de Canarias. Gracias Excelencia por unirse a nuestra celebración en honor de Jesucristo, nuestro único Señor. Le ruego haga llegar a la Casa Real nuestra gratitud y la de esta Ciudad de San Cristóbal de la Laguna, por querer estar presente en nuestra Fiesta del Cristo a través de su dignísima representación.
  • Ilmo. Sr. Vicario General y Vicarios Episcopales, Ilmo. Sr. Deán y miembros del Cabildo Catedral, sacerdotes, seminaristas y ministros del altar.
  • Teniente esclavo mayor y miembros de la Pontificia, Real y Venerable Esclavitud del Santísimo Cristo de la Laguna. Mi recuerdo y mi saludo también, desde aquí, para Cleofás, el Esclavo Mayor, a quien encomendamos al Señor y le deseamos una pronta recuperación.
  • Sr. Presidente del Gobierno de Canarias.
  • Sr. Presidente del Parlamento de Canarias.
  • Sres. Delegado y Subdelegado del Gobierno del Estado.
  • Sra. Alcaldesa y miembros de la Corporación Municipal de la Laguna.
  • Dignísimas autoridades civiles, académicas y militares; miembros del cuerpo consular, representantes de instituciones públicas y privadas.
  • Hermanas y hermanos todos en el Señor.

 

“Venid adoremos a Cristo, elevado por nosotros en la cruz”

 

  1. Sí. Elevado en la cruz “por nosotros”. Así lo hemos proclamado siempre los cristianos, y ya lo expresaba San Pablo en la 1ª carta a los Corintios: “Porque os transmití, en primer lugar, lo que a mi vez recibí: que Cristo murió por nuestros pecados”(1Cor. 15, 3). Eso es lo que hemos recibido y lo que yo, también en primer lugar, ahora que estoy iniciando mi ministerio como sucesor de los apóstoles en esta diócesis, les transmito hoy: “que Cristo murió por nuestros pecados”.

¿Qué significa esta afirmación central de la fe Cristiana, que en el credo decimos con las palabras “creo en Jesucristo que, por nosotros los hombres y por nuestra salvación…, padeció bajo el poder de Poncio Pilatos, fue crucificado, muerto  sepultado y al tercer día resucitó?

Quiere decir que la crucifixión y muerte de Cristo en la cruz no fue un hecho accidental o una equivocación, ni simplemente la injusticia de ejecutar a un inocente. Esta muerte tiene un sentido que va más allá de las especiales circunstancias y características visibles de la misma.

Esta muerte tiene un sentido, que el propio Jesús se encargó de anunciar previamente cuando dijo que nadie le quitaba la vida, sino que Él se entregaba libremente en rescate por todos. Por eso decimos con toda la certeza de nuestra fe: “Cristo murió por nuestros pecados”. 

Dentro de unos minutos, hoy, aquí, hacemos presente en el sacramento de la eucaristía ese sacrificio redentor. En efecto, tal como se desprende de las palabras de la consagración del pan y el vino, aquí y ahora, se hace actual la entrega de Cristo por nosotros: “tomad y comed, esto en mi cuerpo que se entrega por vosotros”; tomad y bebed esta es mi sangre derramada por vosotros y por todos los hombres, para el perdón de los pecados”.

“Entrega” y “nosotros” son las dos palabras que explican el sentido profundo de la muerte de Cristo en la cruz y el por qué hacemos una fiesta para “exaltar al crucificado”. Cristo es el protagonista, Él es quien se entrega, y nosotros los destinatarios de su acción oferente.

Aquí, en la eucaristía, que la Iglesia celebra todos los días, acontece y se  explicita el sentido profundo de la muerte y resurrección de Jesucristo, en la cual todos estamos llamados a participar. Ahora bien, ¿cómo se puede participar de esta muerte redentora? ¿Qué tengo que hacer para apropiarme existencialmente, vitalmente, experimentalmente, de los efectos de esta entrega de Cristo que, como le gustaba decir a San Pablo, “me amó y se entregó  a sí mismo por mí” (Gal. 2,20)?

Por supuesto, esta participación no es algo meramente ritual o simbólico. No basta, por ejemplo, con estar en  esta liturgia o en una procesión. Todos los ritos, los gestos, los símbolos y los signos de esta celebración, incluida la imagen del Santísimo Cristo de La Laguna, no son sino un medio o instrumento para la comunión vital con Cristo vivo y resucitado, que según su promesa está con nosotros todos los días hasta el fin del mundo (cf. Mt. 28,20). Y en esto hay que poner mucho cuidado, pues, todos tenemos el peligro de quedarnos en las cosas, en los medios, en las personas, en las instituciones y no ir a Dios. Es el gran pecado de los creyentes de ayer y de hoy, alabar a Dios con los labios pero tener el corazón lejos de Él.

No deja de ser llamativo que esto que les estoy diciendo nos lo recuerde la liturgia oficial de la Iglesia en el salmo correspondiente a este día; el mismo que se proclama en cualquier lugar del mundo donde hoy se celebre la Santa Misa. Dice así el salmo que hemos cantado, en su tercera estrofa (Sal. 78, 36-37):

Lo adulaban con sus bocas,

pero sus lenguas mentían;

su corazón no era sincero con Él

ni eran fieles a su alianza

¿Se imaginan ustedes a Cristo fingiendo un amor y una entrega, a Dios y a nosotros, que no llevaba en el corazón? ¿De qué nos serviría decir “murió por nuestros pecados”, si Él no fue sincero en su sacrificio redentor? ¿Qué valor tendría su entrega en la cruz si lo hubiera hecho a la fuerza, protestando contra Dios y maldiciéndonos a nosotros por nuestros pecados? Pero no fue así. Cristo fue sincero. Su entrega por nosotros fue consciente, libre y voluntaria, movida por el amor a Dios y por el amor a nosotros.

  1. Brevemente les ofrezco una pauta para ayudarles a “participar y disfrutar” de los frutos que se desprenden de esta muerte redentora, que de un modo tan extraordinario ha quedado plasmada en la imagen del Santísimo Cristo de La Laguna.

La expresión “Cristo murió por nosotros, por nuestros pecados” tiene, por lo menos, tres sentidos complementarios que debemos conocer y hacerlos propios.

  1. Por nosotros, es decir, por causa de nuestros pecados. Todos hemos puesto nuestras manos sobre Él. Nuestros pecados de ayer, de hoy y de mañana han contribuido a la muerte de Cristo, como dice Isaías, “El ha sido herido por nuestras rebeldías, molido por nuestras culpas”(Is. 53, 5).
  2. Por nosotros, es decir, en lugar nuestro. Él cargó con la deuda de nuestros delitos. Él, con su sacrificio, pagó por nosotros.
  3. Por nosotros, es decir, a favor nuestro. Para liberarnos, para rescatarnos, para reconciliarnos, para curarnos, como dice el profeta Isaías: “El soportó el castigo que nos trae la paz, y con sus cardenales hemos sido curados” (Is. 53,5).
  4. Por eso, ante la cruz de Cristo, todos somos simultáneamente: culpables, partícipes y beneficiarios.
  5. Culpables, pues aunque no estábamos allí, cada vez que pecamos “crucificamos de nuevo a Cristo”, sobre todo cuando maltratamos a los demás o somos indiferentes a su sufrimiento, pues lo que hacemos a uno de nuestros hermanos a Él se lo hacemos (cf. Mt. 25). En efecto, nuestras manos caen hoy sobre Cristo, en los que son golpeados, en los condenados injustamente, en la miseria y la muerte de millones de niños, en los campos de refugiados, en las pateras de los inmigrantes, en el dolor de los enfermos abandonados a su suerte, en los que están desamparados…
  6. Partícipes, pues también sufrimos y somos víctimas de la injusticia como lo fue Jesús. Por eso, si unimos nuestro dolor al suyo, si nos esforzamos en trabajar por la paz y la justicia y si nos sacrificamos por los que pasan necesidad o sufren por cualquier causa, entonces podemos participar conjuntamente con Él en la obra de la reconciliación  salvadora de la humanidad.
  7. Beneficiarios, pues con su entrega hemos sido perdonados, regenerados, reconstituidos y reconciliados con Dios. Así lo entendieron y lo predicaron los apóstoles desde los comienzos de la Iglesia: “A éste (Cristo) le ha exaltado Dios con su diestra como Jefe y Salvador, para conceder a Israel la conversión y el perdón de los pecados”(Hech. 5,31). “Tened, pues, entendido, hermanos, que por medio de éste (Cristo) os es anunciado el perdón de los pecados” (Hech. 13,38). “En él (Cristo) tenemos por medio de su sangre la redención, el perdón de los delitos” (Ef. 1,7). “Quiso Dios reconciliar por él y para él todas las cosas, pacificando, mediante la sangre de su cruz, lo que hay en la tierra y en los cielos” (Col. 1,20).
  8. Volvamos a la pregunta de antes: ¿Como participar de esta muerte redentora?

1º. Reconociendo que hemos puesto nuestras manos sobre Él y que las seguimos poniendo. Por tanto, arrepintiéndonos de nuestros pecados, acogiendo el perdón que se nos ofrece en el sacramento de la  reconciliación y, regenerados por la gracia, reemprender con nuevos ánimos el seguimiento de Cristo.

2º. Uniendo nuestro sufrimiento al de Cristo y solidarizándonos con el sufrimiento ajeno. Llevar los unos las cargas de los otros. Ayudar de modo efectivo a los demás a llevar la cruz (miseria, enfermedad, abandono, soledad…)

3º. Sintiéndonos perdonados y salvados, al comprobar que Cristo está de mi parte y lo que ha padecido por mí, adorarle y mostrarle mi gratitud. “Te adoramos ¡oh Cristo! y te bendecimos, pues por tu Santa Cruz redimiste al mundo”.

4º. Y, por encima de todo, el modo más perfecto que tenemos para aprovechar habitualmente los frutos de la redención de Cristo, es lo que estamos haciendo ahora, la celebración de  la eucaristía, porque es la acción de gracias por excelencia, y porque “en la Sagrada Eucaristía se contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo en persona, nuestra Pascua y pan vivo que, con su Carne, por el Espíritu Santo vivificada y vivificante, da vida a los hombres que de esta forma son invitados y estimulados a ofrecerse a sí mismos, sus trabajos y todas las cosas creadas juntamente con El”. (Concilio Vaticano II, PO 5).

  1. Hermanos, vamos a proclamar a los cuatro vientos, con los labios y con la vida, hoy y siempre: “Nosotros nos gloriarnos en la cruz de Nuestro Señor Jesucristo: en Él está nuestra salvación, vida y resurrección; Él nos ha salvado y liberado” (Antífona de entrada).

Y, para finalizar, después de estas consideraciones que les he expuesto, sólo me resta decirles: Cristo nos quiere atraer cada vez hacia Él para darnos vida y vida en plenitud, quien quiera que se acerque a Él y lo comprobará. Termino con las mismas palabras con las que el Papa Benedicto XVI concluyó su homilía al inicio de su pontificado:

¡No tengáis miedo a Cristo! Quien deja entrar a Cristo no pierde nada, nada –absolutamente nada– de lo que hace la vida libre, bella y grande. ¡No!

Sólo con su amistad se abren las puertas de la vida.

Sólo con su amistad se abren realmente las grandes potencialidades de la condición humana.

Sólo con su amistad experimentamos lo que es bello y lo que nos libera.

Así, hoy, yo quisiera, con gran fuerza y gran convicción, a partir de la experiencia de una larga vida personal, decir a todos vosotros:

¡No tengáis miedo de Cristo! Él no quita nada, y lo da todo.

Quien se da a Él, recibe el ciento por uno.

Sí, abrid, abrid de par en par las puertas a Cristo, y encontraréis la verdadera vida. Amén.

† Bernardo Álvarez Afonso

Obispo Nivariense