Puesto que somos de Cristo, vivamos para Cristo.

La imagen del Santísimo Cristo de La Laguna a lo largo de todo el año atrae a miles de fieles que, movidos por la fe y postrados a sus pies, le contemplan y meditan el sentido de la muerte de Cristo en la cruz; le suplican pidiéndole la salud del alma y del cuerpo, le dan gracias por los beneficios recibidos… Sin duda, ante esta  centenaria y venerada imagen del “Cristo de La Laguna” se cumplen las palabras que el mismo dijo: «Yo, cuando sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn. 12, 32).

Con la llegada del mes de septiembre, a esta fe y devoción constante se une la exaltación pública del Santísimo Cristo con la celebración anual de las fiestas en su honor. Tanto las celebraciones religiosas, como los actos culturales, deportivos y lúdicos, siempre realizados con buen gusto y dignidad, configuran un marco en el que se pone de manifiesto el arraigo popular y la significación religiosa que el “Cristo de la Laguna” tiene para miles de personas.

A los cristianos, a los que somos de Cristo, unas fiestas así nos llenan de gran satisfacción, pues se respetan nuestras creencias y la forma de expresarlas y, sobre todo, se respeta a Nuestro Señor Jesucristo. Cuando en determinados sectores de la sociedad en que vivimos, a veces también cerca de nosotros, se hace mofa de Cristo crucificado, cuando se intenta arrinconar, censurar o despreciar las manifestaciones públicas de la fe, los cristianos no podemos permanecer indiferentes, sino que, lejos de asustarnos o acobardarnos, estamos llamados dar la cara por Cristo, sin vergüenza de ningún tipo, y a defender abiertamente nuestro derecho a la libertad religiosa, tal como viene expresada en la Declaración Universal de los Derechos Humanos.

Sí. Hagamos una gran Fiesta en Honor del Santísimo Cristo de La Laguna y mostremos como corresponde,  nuestra fe católica, públicamente y sin complejos, porque “la libertad religiosa, como toda libertad, aunque proviene de la esfera personal, se realiza en la relación con los demás. Una libertad sin relación no es una libertad completa. La libertad religiosa no se agota en la simple dimensión individual, sino que se realiza en la propia comunidad y en la sociedad, en coherencia con el ser relacional de la persona y la naturaleza pública de la religión” (Benedicto XVI).

El nombre de “cristiano” viene de Cristo. Ser cristiano es “ser de los de Cristo”. Cada cristiano, personalmente, “es de Cristo”, pertenece a Cristo. Decir “yo soy cristiano” es lo mismo que decir “yo soy de Cristo”. Cuando al apóstol Pedro le preguntaron, hasta por tres veces, si era de los de Cristo, él lo negó abiertamente. El entorno era hostil y tuvo miedo a dar la cara. Luego se arrepintió y, con la fuerza del Espíritu, dedicó toda su vida a vivir para Cristo hasta acabar dando la vida por Él. A nosotros nos puede pasar como a Pedro. También hoy el entorno social es hostil a la fe cristiana y, aunque abiertamente no reneguemos con las palabras de nuestras creencias, influidos por un ambiente de indiferencia religiosa, podemos “negar que somos de Cristo” con nuestra escasa o nula práctica religiosa y con nuestra forma de vivir indiferente, o contraria, a las enseñanzas de aquel que es nuestro Señor. Es decir, podemos vivir en el absurdo de ser “católico no practicante”. Por tanto, como nos avisa la Carta a los Hebreos: “¡Cuidado, hermanos!, que no haya en ninguno de vosotros un corazón maleado por la incredulidad que le haga apostatar de Dios vivo”(Heb. 3,12).

¿Qué significa “ser de Cristo”? Durante toda su vida terrena, Jesucristo se presentó como el enviado por el Padre para la salvación del mundo. Su mismo nombre, Jesús, manifiesta esa misión, pues significa: «Dios salva». Tanto María como José  recibieron la orden de llamarlo así y a José, se le aclara el significado del nombre: «Porque él salvará a su pueblo de sus pecados». Cristo vivió su misión de Salvador como un servicio que culmina con el sacrificio de su vida en la cruz en favor de todos los hombres: «El Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos» (Mc 10, 45). Al decir que «vino para servir» manifiesta que, a pesar de su condición divina (cf. Filp. 2,6-11) y de tener el derecho y el poder de ser servido, se pone  a «nuestro servicio». El hace entrega de la propia vida, hecha «en rescate por muchos», es decir, por la inmensa multitud humana, por «todos».

En efecto, Cristo murió por todos, aunque no todos lo sepan y lo acepten. Esto es lo primero que debemos considerar y meditar al contemplar la imagen del crucificado Santísimo Cristo de La Laguna. Como se nos pide en la liturgia del Viernes Santo: “Mirad el árbol de la Cruz donde estuvo clavada la Salvación del mundo”. Sí. Mirad al crucificado y ved en El a “Cristo Jesús que se entregó a sí mismo como rescate por todos” (1Tim. 2,6). Hemos sido rescatados por Cristo, por eso, San Pablo puede decirnos: “Ya no os pertenecéis a vosotros mismos. Habéis sido comprados a un alto precio” (1Cor. 6,19-20). Nuestra fe en Cristo se apoya en este hecho y por eso reconocemos que Él, con su sangre, ha adquirido para Dios hombres y mujeres de toda raza, lengua y nación (cf. Apoc. 5,9).

“No os pertenecéis a vosotros mismos”. No pertenecer a sí mismo, sino a Dios. ¡Cuánto les cuesta admitir esto a tantos hombres y mujeres de hoy! Influidos por la pretensión humana de tener autonomía absoluta, se quiere vivir con la falsa ilusión de no depender de nada ni de nadie. Sólo bastaría pensar en serio que nadie se da la vida, ni existe por sí mismo, para darse cuenta lo dependientes que somos. El problema no es “la pertenencia”, sino “a quién” pertenecemos y si esa pertenencia nos hace más libres y felices. En la práctica, quien se niega a pertenecer a Dios, acaba sometido a sus pasiones, a las cosas y a otras personas. Los cristianos, por el contrario, hacemos gala de pertenecer a Cristo porque esa pertenencia nos libera y engrandece y tenemos la certeza de que “Jesucristo se entregó a la muerte por nosotros, para rescatarnos de toda maldad y limpiarnos completamente, haciendo de nosotros el pueblo de su propiedad, empeñados en hacer el bien” (Tito 2,14).

Cristo murió y resucitó para ser Señor de vivos y muertos (cf. Rom.14,9). Por tanto, proclamar que Cristo es “nuestro Señor” es reconocer que somos de Él y esta pertenencia constituye la esencia de nuestra identidad cristiana. Por eso, San Pablo puede decir: “Ninguno de nosotros vive para sí mismo; como tampoco muere nadie para sí mismo. Si vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, para el Señor morimos. Así que, ya vivamos ya muramos, del Señor somos” (Rom. 14,7-8).

Vivir para el Señor y no para nosotros mismos ha de ser la consigna constante que guie la vida de los cristianos. Vivir “para sí mismo” significa vivir “desde” sí y “para” sí; indica una existencia cerrada en sí misma, pendiente sólo de la propia satisfacción y de la propia vanagloria, sin ninguna referencia a Dios. Vivir “para el Señor”, por el contrario, es vivir “desde” el Señor —de la vida que viene de Él (de su Palabra, de su Espíritu, de su gracia…)— y vivir “para” el Señor, es decir en vista a Él y al servicio de su plan de salvación para todos.

“Vivir para el Señor” es descentrarse respecto de sí mismo para centrarnos en Cristo. Se trata de sustituir “mi yo” por el de Cristo. Vivir para Cristo es poder decir como San Pablo: “Ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí. Mi vida la vivo en la fe de Cristo que me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gal. 2,20). Es decir, el que es de Cristo es una criatura nueva; ya no más “yo” girando sobre mí mismo, sino que mi “yo” se dirige humildemente hacia Él para contemplarlo y recibir de Él el Espíritu de vida, para obedecerlo y servirlo.

Somos de Cristo no por costumbre o por imposición, sino por fe y convicción personal. Libremente aceptamos pertenecer a Cristo y servirlo (ser “esclavos de Cristo”) porque “Cristo murió por todos, para que los que viven, ya no vivan para sí, sino para aquel que murió y resucitó por ellos” (2Cor. 5, 15). Con frecuencia decimos “nuestro Señor Jesucristo”. Esto no es sólo una afirmación doctrinal sin más, sino una toma de decisión. Es entrar libremente en la esfera de su dominio y reconocerlo como “mi Señor”. Es afirmar con todas las consecuencias: ¡Jesucristo es mi Señor, el que gobierna mi vida! ¡Él es la razón de mi vida; yo quiero vivir para Él, ya no para mí mismo!

 

† Bernardo Álvarez Afonso

Obispo Nivariense