Se acercaban las fiestas de septiembre, las del Santísimo Cristo de La Laguna. La mañana era deliciosa, con luces claras y cielo azul. Bajaba por la calle del Agua un viejo, caminando lentamente, apoyándose en un bastón, mirando cuidadoso el suelo para no tro­pezar ni caer. La plaza brillante bajo los rayos del sol y el agua de la fuente cantando him­nos a la vida. El hombre llegó a la entrada y se paró en- la esquina. Mirando a la plaza nueva recordaba como fue la plaza vieja. Una y otra muy distintas. A aquella iba él en sus años infantiles a jugar a la pelota por el suelo polvoriento. Había un banco largo donde se sentaban a hablar los viejos de entonces... la pelota se escapaba hacia el templete azul y los chicos subían corriendo por las rampas. En la memoria del viejecito se mezclaban los recuerdos de la ciudad. Sabía él bastante historia de La Laguna; había visto la plaza vieja hecha campo de fútbol y de maniobras militares, se había reído cuando las incidencias de las carreras de cintas y había esquivado a los guardias con cascos puntiagudos al estilo ale­mán; no olvidaba la Catedral con una sola torre y los tranvías llenos de gangocheras. En el encuentro de sus pensamientos veía las antiguas procesiones de Semana Santa y las de septiembre, como si fueran una sola y los fuegos de la entrada los ponía en la madrugada del Viernes Santo ¡Cuantos años y cuantas cosas... cuantas cruces sobre tantas tumbas! por aquí —pensaba el hombre— por aquí entró la imagen la primera vez cuando la traje­ron. ¿Cómo sería aquella procesión?... por aquí la llevaron cuando se quemó el convento el año 1810... por aquí sale a pasear por las calles de la ciudad, triunfante y dolorido... Sabía mucha historia lagunera el viejo y parado en la esquina, recordaba sucesos que ha­bían tenido escenario en la plaza. Las tapadas de la feria de la víspera, dando bromas a los galanes... los dos caballeros que por una sortija ¡Por una sortija Señor!, pelearon a muerte cerca del convento... las paradas militares entre alegres musicas, de los soldados de la gue­rra de Africa y España, que ofrecían a la imagen morena, antes de la partida sus temores y sus deseos.

Corrían veloces sobre las losas uniformes unos chiquillos... La vida es una carrera...la vida le había llevado a él como cuando un ciclista corre hacia la meta... Y ahora ¿cual iba a ser su final? Por lo pronto llegar hasta el altar de plata sobre el cual se ostenta el Cristo de todos los laguneros, el Cristo suyo... llegar hasta él y rezar. Atravesó la plaza y entró en la capilla; los suaves golpes del bastón iban marcando el compás de sus lentos pasos, que lo acercaron lo mas que pudo a la imagen. Había gente, unos de rodillas, otros senta­dos, todos con los ojos fijos en la escultura en la que devota y sabiamente se representa el sublime momento de la muerte de un Hombre-Dios. Se puso de rodillas y miró también a su Cristo... Recogido en trance de meditación, se le volvió a representar toda su vida uni­da a las vidas de tantos otros laguneros que fueron sus amigos o sus conocidos, y de otros cuya historia conocía por los libros... Era como una procesión. El viejo era algo poeta, a veces hacía versos que después rompía con vergüenza. Los versos y la historia se le trocaban en una procesión, en la cabalgata que habría sido para los habitantes de la ciudad, el ir y volver de su devoción a Cristo crucificado. La cruz fue un eje alrededor del cual rodaba la historia desde los tiempos primeros cuando la ciudad nacía y sus vecinos primitivos ro­deaban la escultura recien llegada...recien llegada ¿de dónde?... y no solo aquellos sino él mismo, sus padres y con ellos, los regidores, los capitanes generales, los obispos, los ilus­trados del siglo XVIII y los liberales del siglo XIX, los poetas, el pueblo... los versos de Antonio Zerolo, de José Tabares, de Manuel Verdugo... Se' le quedó por unos momentos vacía la imaginación... ¿Qué hago aquí? Se notaba viejo y cansado; volvió a pensar en las procesiones y le dijo al Señor: Este año no podré acompañarte, el pasado sí que lo hice pero solo desde la Catedral a la Concepción y no en las filas de los Esclavos, que lo soy, sino detrás, con el pueblo, con la multitud anónima que te sigue desgranando un rosario de peticiones... Ese año no podré... Estoy viejo y muy cansado... creo que me ha llegado la hora de descansar... ¿Tu que crees Señor?... Estuvo un rato mas y repetía, ¡Si Señor, muy cansado! ; salió al fin; volvieron los golpes de bastón a marcar sus pasos y se encontró en la calle vibrante de luces y de movimiento.


Caminaba torpe; casi no oyó el ruido de un automóvil que se le echaba encima, se quiso quitar creyendo que lo hacia del lado en que evitaría el choque y el vehículo que venía rápido lo alcanzó; fue un encontronazo fuerte que lo arrojó unos metros por delante, hecho un pelele informe.

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Se había cumplido el milagro que no había pedido y que el Cristo de La Laguna le regalaba. Su alma subía recta y rápida y alegre, hacia las alturas celestiales donde son eternos la felicidad y el descanso.