El asunto principal, es el empeño soberano de todo hombre sobre la tierra , debe ser esforzarse en conocer a Jesucristo tal cual es tal cual se presentó en el mundo para modelo de los hombres. La poseción del reino celestial se halla prometida por el mismo Dios a los que en la tierra le conozcan a El y a su Enviado Jesucristo. En la vida celestial se perfecciona y amplía la vida terrena; el que acá no haya amado a Dios, no puede continuar amándole después de la muerte, y en la tierra no podemos amar lo que nos es desconocido: nihil volitum quin praecognitum: dice un axioma filosófico .
Es muy frecuente hablar en todas partes de Jesucristo; pero, a imitación de los judíos, unos le exaltan, otros le escarnecen; unos le proclaman justo, otros le apellidan blasfemo; unos le tiitulan gran taumaturgo, otros dicen que en nombre del príncipe de las tinieblas obra sus milagros, Quien le venera Dios, quien le ultraja cual a vil impostor.
Necesaria es una regla fija, inmutable que nos señale a Jesucristo tal cual es, a fin de que nuestro ejemplar sea un ser real y no un mito, no un ideal, una concepción de este filósofo, una concepción de un poeta, sino tal, cual la historia más verídica lo proclama y la razón más sana lo concibe
No es, nó,el verbo Eterno que tuvo por Madre una Virgen, el Cristo que puede pronunciar el labio del panteista, pues si bien el género humano fué admitido a la dignidad sublime de hijo de Dios, esta fué, no un derecho inhierente a su naturaleza, sino una gracia de adopción, un efecto de labondad y misericordia de Dios, quedando, no obstante, la esencia divina y la naturaleza humana separadas por una distancia inmensa, infinita.
Tampoco el Cristo que se escapa de los labios del deísta, es el que nos ha dicho: Discite a me quia mitis sum et humilis corde; pues este nos ha presentado a un Dios eterno bajo cuya providencia todo en el mundo se dirige y gobierna.
Ni tampoco lo es el del racionalista, que elimina todo dogma, toda verdad sobrenatural que no llegue a circunscribir dentro de la extensión de su razón, pues el Cristo del Evangelio proponiéndonos grandes verdades, sublimes misterios, nos impone el deber de creerlos: Credite in Deum et in Me ceredite.
¿Será nuestro Cristo el de aquel que gritó: Dios es el mal; la propiedad es un robo? No, porque nuestro Cristo nos dio muy distinta idea de la esencia divina. No, porque Jesucristo hizo una cosa sagrada de la propiedad y la mandó respetar bajo severísimas penas.
¿Será nuestro Cristo, el Cristo del Evangelio que es el de la historia, el proclamado por los hombres de la revolución cosmopolita, de esos hombres que asi en la cátedra como en el libro, en el folleto, en el periódico y en las calles gritan: el mejor gobierno es el no gobierno, el mejor gobierno es la anarquía? No, porque nuestro Cristo, que es el del Evangelio, impuso el deber de la obediencia, del respeto y hasta del cariño, del subdito hacia el que se halla constituido en autoridad; porque ellos mandan en nounbre de Dios, y en nombre de Dios se hallan a la vez obligados a dar leyes justas y honestas .
¿Será nuestro Cristo el de aquellos aduladores de los reyes que tratan de confundir las potestades espiritual y temporal, dando a los jefes de las naciones el imperio sobre nuestras almas y el gobierno de nuestras conciencias? Tampoco, porque escrito está para siempre: “Dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios”.
¿Cuál es, pues, la fisonomía, el distintivo, el sello especial por el cual podremos conocer siempre y distinguir a nuestro Cristo entre tantos Cristos falsificados que se ha formado el mundo a imagen y semejanza de sus propias pasiones?
No hay virtud de que nuestro Cristo no haya sido perfecto modelo; no hay verdadera virtud que El no haya enseñado al mundo; pero me parece que el mejor distintivo que tienen los hijos de la ciudad de La Laguna, el sello inconfundible de su amado Señor, es el que le puso el Evangelista al decir: “pertrausüt benefaciendo”.
Jamás salió de su Santuario, ni paseó por las calles de la vieja Agüere que no fuera para hacer bien a los suyos.
Enrique G . Medina.