Caen, una a una, las hojas del calendario.
La clepsidra no cesa de fluir.
Los punteros de los relojes dan vueltas y más vueltas al círculo en que están aprisionados.
Todos los caminos van a dar al mismo punto.
Estas consideraciones suele hacérselas el hombre en tal cual ocasión.
Como, por ejemplo, en ésta en que la ciudad se dispone—pórtico, dintel y umbral—a renovar un viejo voto, que comienza el trece de agosto de mil quinientos quince.
De entonces datan las fiestas que La Laguna celebra anualmente en honor del Santísimo Cristo de su advocación. ¿Cuánto se ha escrito a partir de esa fecha?... Y, sobre todo, ¿para qué escribir más? ¿Hemos de oscurecer con brumas literarias el paisaje de la historia?...
Sin embargo, hay que decir algo que suene a novedad en torno a estas fiestas que son, sin duda, no sólo las grandes fiestas de la ciudad, sino también las grandes fiestas de la isla. Porque así es La Laguna, con todo lo que yace implícito en ella: una resonancia insular.
Aunque sus ceremonias representativas transcurran dentro de muros seculares, el eco de las mismas trasciende de sus estrictos ámbitos de piedra. Y es que acaso, para explicar tal condición, lo primero fué La Laguna. Esto no debe olvidarse, especialmente por nosotros, los que tenemos hundidas profunda mente las raíces en ese pasado que tan difícil es de sostener sobre los hombros cuando de veras se aspira a sostenerlo con gracia, con naturalidad y con señorío. No debemos olvidar que, a través de los siglos, la clepsidra no ha cesado de fluir, las hojas del calendario de caer y los punteros delos relojes de dar vueltas desde que unas manos los pusieron en marcha.
Y no caigamos en el error de ignorar que todos los caminos de la ciudad van a desembocar en el mismo punto.
Los de la historia, en la historia. Los de la leyenda, en la leyenda. Todos esos caminos son, tan pronto llega el mes de septiembre, los caminos de las fiestas de más rancia estirpe que se celebran en la isla. Los caminos de una romería en la que se mezclan y se funden las gentes todas de la ciudad y de la extraciudad.
Los caminos de septiembre confluyen todos en la plaza de San Francisco, bordeada de álamos negros que antaño iluminaba el resplandor de los gánigos.
Y si se pregunta el por qué de esta alusión a los inactuales gánigos de otro tiempo, habrá que contestar que porque a ese resplandor se veía más claramente, por lo menos, más exactamente, la fiesta. Las tradiciones son así: o son o no son. A la luz, brillante o mortecina, de los gánigos —hoy de los focos eléctricos— place perder los ojos en los mil y un encantos de la fiesta.
De ésta, en sí misma, no hay para que hablar. Todos la conocen. Todos los años semejante y todos los años distinta, la Fiesta del Cristo —he aquí su nombre— es la máxima expresión integral de La Laguna.
En esos días colectora de multitudes.
Suma de onomatopeyas.
Caja de resonancia en la que se alían todos los rumores.
Meta de peregrinación para los romeros.
Síntesis de la isla para las gentes insulares.
Rebelión del silencio.
Del silencio que se postra reverentemente al pie de una cruz sobre la que estallan, cómo lágrimas luminosas, los cohetes.
Socaire de ventorrillos.
Veleidades de ruletas.
Ruedas de miel de los turrones.
Plegaria.
Coplas. ¿A qué tratar de explicar la fiesta? ¿No sabemos todos de qué materiales está hecha? ¿O es que no está hecha con los materiales de la tradición, incluso de esa tradición que comienza en el momento mismo en que se incorpora al quehacer fugitivo?
Quizá, en definitiva, la explicación sea bastante simple. Como un ejercicio escolar.
La tradición es una plaza.
La fiesta es una plaza.
Sobre la tradición hay una cruz.
Sobre la plaza hay una cruz.
Y, en derredor de esta cruz que se yergue sobre la tradición, la ciudad y la plaza de la ciudad, todo lo demás, los hombres y las cosas.
Las generaciones, y las hojas del calendario, y la arena de la clepsidra, y los punteros de los relojes, y los caminos que nacen o mueren en la ciudad,
Todo lo que una vez alumbraron los gánigos y que hoy esclarecen los focos eléctricos.
Para muchos el secreto está en un largo y sordo estruendo en el aire.
Para otros, en el trazo escueto de una imagen que pende de la cruz, recortada en el suave hueco de un arco.
Lo cierto es que rezo y canción, lágrima y risa, estallido y silencio, sombra de álamos y resplandor de mecheros, todo forma parte de la fiesta.
Hasta la innecesaria obligación de definirla. Hasta la imposibilidad de explicarla.
Porque la fiesta es la fiesta y los vocablos son los vocablos.
También éstos peregrinos que se detienen fa-tigados en los umbrales de la ciudad.
Luis Álvarez Cruz