SEPTIEMBRE, por la festividad del Cristo de La Laguna, es el mes de los voadores o de los «foguetes», término este último con el que el ampesino isleño bautizó a los ohetes festivos y que, los nacidos en estas tierras atlánticas, llevamos muy encendido en el orazón y se refleja en versos corno, por ejemplo, los de Nijota: «A Mateya la jifa/de Cho Capote/se le metió un foguete/por el descote».

Las colas de los populares personajes de las fiestas septembrinas nacen en el barranco. Por la ladera baja el viejo «foguetero». usca el cañaveral donde consigue un buen haz de gramíneas. En su taller, obtiene el extremo el que se valdrá el volador para ascender al Cielo, llevando la apreciada polícroma de su artífice. Una varita de caria que, en su ascensión, se verá chamuscada por el penacho grisáceo que de vejez es señal. No debemos olvidar que gozan de gran antigüedad en la historia de los regocijos populares de Canarias.

Elaborado el medio por el que, erguido y altivo, escalará el cielo festivo, el pirotécnico se marca como meta, confeccionar el cuerpo del fuego artificial.

Con cartón hace un pequeño cilindro. La panza del volador que almacenará azufre, sal y carbón. Una atezada y corta mecha, será el cordón umbilical que, al darle calor, transmitirá, al interior del volador, los deseos de su padre y creador de elevarse y dar a conocer a todos el estallido que hará retemblar a la ciudad que la mbellecerán.

Los voladores más pobres cubren sus acartonados cuerpos con papel de envolver. Los más lujosos lo hacen, además, con papelillos de seda de vivos colores. Una cosa llevan en común, el típico «jilo carreto», atador del cartón a la caña.

Hablar de los voladores de La Laguna, es hacerlo de los de septiembre, de los del Santísimo Cristo, pues, desde antaño, sus tradicionales fiestas gozan de la popularidad de sus grandiosas exhibiciones pirotécnicas.

En 1892 la plaza de San Francisco se iluminó con bengalas y el Cielo «con cohetes de silbato y de corona que constituyeron una novedad en el país».

Transcurría el año 1906 cuando encontramos la institución de un Concurso de Fuegos Artificiales en las Fiestas del Cristo. En esta ocasión, a las diez y media de la noche, los más afamados pirotécnicos- de Tenerife se disputaron en la Víspera la supremacía en el dificil arte de la pirotecnia, poniendo en gran interés en obtener el premio de ciento cincuenta pesetas al mejor árbol de fuego quemado. Al día siguiente, festividad del Crucificado moreno, los concursantes acudieron a un segundo concurso que se inició a las once de la noche. 

En 1926, entre otros, se sabe que se quemó un ramillete de más de cincuenta mil voladores y una «traca» de ochocientos metros. 

La Pontificia, Real y Venerable Esclavitud del Santísimo Cristo, en 1929, hizo público y confeccionó un programa de fuegos artificiales, en el que se da la noticia sobre la quema de más de cien mil fuegos artificiales.

A la una de la madrugada del catorce de septiembre de 1947, se celebró un Concurso de Cohetes y Coronillas, para premiar a la mejor y más variada colección de grandes cohetes y otro a la coronilla de más esplendido efecto en su ascenso y descenso.

Voladores, cohetes o «foguetes», en sus ascensiones, se transforman en hilos de plata y de oro con los que la pirotecnia, incansable bordadora de fantasías, borda el Cielo de efímeras estrellas.

Voladores de septiembre en la Torre de la Concepción. Lanzados desde su campanario para que tomen mayor altura y sepan los vecinos de la Vega que el Crucificado está en la Villa de Arriba, justo al amparo de la araucaria y de los guaydiles que recientemente han perdido la flor.

Voladores de septiembre en El Risco de San Roque. Más altos aún, porque se trata de la solemne Entrada. El Cristo, en la plaza, a oscuras. En las colinas citadas, los voladores norteños, laguneros y sureños compitiendo en las alturas. Todos desean elevar, lo más posible, sus estallidos de fe. Como dijo el poeta, son corazones lanzados al Cielo, llevando la súplica del pueblo. Y son miles, porque muchos son los corazones presentes en la fiesta. Los voladores de El Risco son como la alegría concentrada en los vecinos del lugar que, al ver a su Crucificado, se exterioriza, como gas de volcán, con la erupción de un rezo o de un cantar. En el caso de los voladores, como nadie les enseñó una oración o una folía, se llenan de rabia, se incendian y muestran su regocijo como único les enseñaron: a través de un estrepitoso estallar que, también, es de fervor señal.

Voladores de septiembre en la plaza. «Ronco estruendo de cien cañones», como decía Antonio Zerolo, al arder la tradicional «traca». Más de veinte mil voladores duermen en cajas rectangulares, sobre colchones de tela metálica y sábanas de papel y pólvora, las cuales, al arder, prenderán simultáneamente sus mechas. De pronto, la plaza se queda en penumbras. Un cañonazo transmite miedo al público. La gente corre temerosa. Se agrupan entorno a las turroneras, porque saben que sus toldos les resguardarán de la quema. Las parrandas de los ventorrillos enmudecen. En profundo silencio, la copla y la tómbola. El sigilo lo envuelve todo. Es la noche de los voladores. Una luz de bengala se acerca a las camas pirotécnicas. Arden las sábanas de papel. Se despiertan los voladores y, tras raudos vuelos, lloran en las alturas, dejando caer auríferas lágrimas de pólvora. Toma fuerza la exhibición. Le digo que le quiero pero creo que no me oye. La «traca» se convierte en abanico de fuego que cruza la plaza. Miro a mi Cristo. Me querrá, también, El. No mueve sus labios pero, a pesar del ruido, me habla en el corazón. Es el único que lo puede hacer en la noche de los voladores de septiembre. Voladores de la «traca». Miles de estrellas pirotécnicas en el Cielo. En el suelo, pólvora quemada, partículas de papel resplandecientes como lentejuelas y chamuscarlas cañas incitando a la chiquillería. El enlutado firmamento se enrojece y los voladores parecen querer rasgarlo, en un intento de que sus estallidos sean toque a las puertas de Dios. Y se les permitirá la entrada, porque son voladores de alegría, paz, fervor y amor.

Voladores de la Torre, de El Risco o de la Plaza, como decía el poeta Luis Alvarez Cruz, siempre serán «fastuoso dosel de fuego sobre el mástil de una danza de siglos».

El Cristo entra en su Real Santuario. Después de varias horas de jolgorio, termina la jornada festiva. Los ventorrillos han dormido a sus adobos, las ruletas a sus ilusiones, las parrandas a sus coplas y las turroneras a sus turrones. Todos duermen. Y cuando la plaza, de nuevo, queda a oscuras, en plena madrugada y bajo la luz  de la luna, pasa algo increíble. Los inertes voladores que yacen en el suelo, sobre los tejados o entre las ramas de algún álamo negro, se convierten en gargantas que cantan al Cristo moreno. Al pasar el viento entre sus cilíndricos cuerpos de cartón, no se traduce en silbido como es norma, sino en cientos de sonidos que, al conjuntarse, se convierten en esta canción: «De sus pobres vestiduras, /sin piedad, han despojado/al Cristo de La Laguna,/más el volador le borda/otras de estrella y de Luna».