La presencia de los fuegos artificiales goza de gran antigüedad en La Laguna. En las Fiestas del Cristo de 1892, los cohetes de silbato y de corona constituyeron una novedad, y poco más tarde las Ordenanzas prohibieron los denominados «busca pies».
Hablar de los fuegos artificiales en La Laguna es referirse, principalmente, a los de las Fiestas del Cristo, con sus magnas exhibiciones de la Torre de la Concepción y El Risco, sin olvidar la traca de la plaza. A principios de siglo, las Ordenanzas disponían que los fuegos que se emplearan en las fiestas, se colocaran alejados convenientemente de las plazas de modo que no ocasionaran daños.
La prohibición rotunda del Ayuntamiento recayó en los fuegos denominados «busca pies» o cohetes sin varilla.
Los voladores siguen utilizándose, pero se ha perdido la costumbre de las ruedas de fuego y de las coronillas que, aunque su objetivo era subir, ocasionaron con frecuencia sustos al cambiar de trayectoria y decidir correr por las plazas. También hoy son un recuerdo las machangas que, al arder, giraban en graciosos movimientos.
Los fuegos inspiraron a los poetas humorísticos, como José González: «Un foguete encendido/y esrabonado,/me chamuscó el vestido/junto al cercado», y también a Nijota: «A Mateya la hija/de Cho Capote,/se le metió un foguete/por el escote». Y hasta los más refinados, como Antonio Zerolo, se sintieron atraídos por la magia de la pirotecnia: «De pronto, ¡qué momento de emociones!,/un formidable éstrépito resuena,/que hace el espacio retemblar y atruena/como el ronco fragor de cien cañones».
Remontándonos en el tiempo, tenemos que en 1892 la plaza de San Francisco fue iluminada con bengalas y se elevaron al Cielo cohetes de silbato y de corona, que constituyeron una novedad en el país.
En 1906 se había institucionalizado un concurso de fuegos artificiales en las Fiestas del Cristo. A las diez y media de la noche, los más afamados pirotécnicos de Tenerife se disputaron en la víspera la supremacía en el dificil arte de la pirotecnia, poniendo gran interés en la obtención del premio de 150 pesetas al mejor árbol de fuego quemado. Al día siguiente hubo un segundo certamen, que se inició a las 11 de la noche.
En 1926 se tiene noticia de que se quemó en la plaza un ramillete de más de 50.000 voladores y una traca de 800 metros de longitud.
La Pontificia, Real y Venerable Esclavitud del Cristo, en 1929, publicó un programa de fuegos, informando que se quemarían más de 100.000 cohetes. En el citado año, Marcos Toste, de Los Realejos, se encargó de los fuegos de la Torre, impresionando a todos con palmeras, columnas giratorias, candelas romanas, cometas, coronillas y una cascada con lluvia de estrellas. Carlos Pérez, en El Risco, quenió soles, auroras boreales, cohetes, candelas, ruedas, morteros, cohetes de cola eléctrica, maceteros, cajas mágicas y traca. El portuense Pedro Pacheco se encargó de los Portales con palmeras, tubos de grueso calibre y una fuente de plata imitando cinco saltos de agua.
Transcurría el año 1947 cuando se celebró un concurso de cohetes y coronillas, para premiar, respectivamente, la mejor colección y el más vistoso efecto de ascenso y descenso. No importa el lugar donde se hayan quemado a lo largo de la historia, sino el hecho de que en la ciudad de San Cristóbal de La Laguna, como decía Luis Alvarez Cruz, «los cohetes siempre serán un fastuoso dosel de fuego sobre el mástil de una danza de siglos».