HACE muchos años —me Illcontó un viejo cofrade— Dios sembró amor en el corazón de Tenerife, siendo La Laguna el jardín donde nacieron Ias iglesias en las que, por la fe de los laguneros y el arte de los imagineros, florecieron cristos y vírgenes, que anualmente dan un fruto que se llama Semana Santa.

Buscando restos del primitivo y sacrosanto jardín, llegué al ex-convento agustino. Observé el gris de las cenizas de la Iglesia de San Agustín -hoy vacía-, me senté en el muro que circunda el bello espacio floral, apoyé mi espalda en una de las vetustas columnas de cantería roja, y observé, con atención, cada una de las especies florales. Todas, por igual, erguidas y altivas, querían ascender hasta el campanario, en un intento de enviar al Cielo sus aromas con la plegaria de las campanas.

La brisa me trajo la fragancia de los azahares de los populares naranjos del Instituto Cabrera Pinto, los cuales, haciendo gala de su propiedad tranquilizante, embriagaron mi cuerpo de paz, al tiempo que un rayo de sol debilitó mis párpados, cerrándolos a un sueño singular.

Desperté en la Semana Santa de antaño, cuya comisión organizadora encarecía a las señoras y señoritas que lucieran la clásica mantilla española el Jueves y el Viernes Santo y rogaba al vecindario que engalanara con colgaduras las fachadas de sus casas, ostentando lazos de crespón negro.

De Norte a Sur de su corazón, historia y tradición, La Laguna se disponía a presentar su Semana Santa, de calles llenas de miradas, de plata labrada, de flores de la Vega de Aguere, de oro bordado o cincelado y espiritualidad con cruces, jazmines e incienso alimentada.

Y era lógico tanta belleza, porque la Semana Santa lagunera es una lección plástica de la Pasión de Cristo y del dolor de la Virgen, cuyos pasos son los textos que debemos memorizar en el corazón. Pasos o tronos son madrigales de luz y flores, cunas para dormir la pena, arte y dolor, caricia consoladora, altares andariegos que pasean por la ciudad la más rica imaginería canaria y pregoneros de paz y amor.

Que Semana Santa lagunera. Los cofrades envueltos en colores. Capirotes como cilicios atormentando la frente y la respiración. Cirio al costado. Cruz al hombro o pie descalzo, agradeciendo el favor concedido. Y la abuela con la vela envuelta en cucurucho de papel, aguantando, en señal de sacrificio, el dolor de una cera que daña sus manos. 

Que Semana Santa de suspiros que iriza de dolor hasta la brisa de la Vega Amor y vida en las aceras y muerte y atracción en las calles.

Qué santa es mi ciudad, la cual, ante cristos y vírgenes, rezuma color, aroma, rezo, marcha procesional y elegancia de mantilla y mujer hermosa.

Qué lagunera, qué Santa es la Semana religiosa mayor de Aguere. La sencillez de sus imágenes, el estreno de un traje, la joya más fina y la más profunda oración del pueblo. Fe, gala, flor y del incienso su profundo olor. Imágenes y público, todos igual de bellos, exaltando, con sus mejores galas, la muerte y la vida. 

Las estrellas de la tarde, las lágrimas de las velas, y el canto del corazón, el «Recordatus est Petrus», acompañado del redoble del tambor. 

Se abren las puertas de la Catedral y el Cristo lagunero, como el más viejo del cortejo procesional, cede el paso a todas las imágenes: a La Dolorosa y a La Soledad, a La Piedad, al Nazareno o a las Lágrimas de San Pedro que tanto quiero.

Comienza la Magna Procesión. Al final, viene mi Crucificado moreno, que, en el palio de mi huerta, es clavel de cera que se consume en mi corazón. Al verlo, del alma se me escapa un suspiro que, de los labios, pasa a los ojos, se recoge en un sollozo y se funde en lágrima que llega, de nuevo, a los labios, los cuales la mezclan con una silenciosa oración. Cristo lagunero en Semana Santa, todo lo dora, todo lo abrillanta y hace aflorar cantos en la garganta: Que se callen los tambores/y enmudezca el lagunero,/porque entre cirios y flores/ya llega el Cristo moreno/salvador de pecadores.

Me contaron que, cuando el Cristo va pasando por los conventos, despiertan las adormecidas historias. Por eso, en aquella Semana Santa de ensueño, mi Crucificado lagunero despertó en mi corazón el milagro de la Madre Santa Florentina. Justo al pasar por el Convento de Santa Catalina, pues la referida monja fue muy devota del Viernes Santo lagunero.

Esta religiosa fue bastante querida y destacó por su gran entrega a Dios y a la pobreza. En su vejez sufrió la enfermedad de la lepra con extraordinaria tolerancia. Entró en fase de gravedad y la trasladaron de su celda a la enfermería. El Viernes Santo, a las 3 de la tarde, cuando pasaba la procesión del Entierro de Cristo por el Convento de Santa Catalina, aunque estaba con algunos paroxismos, abrió repentinamente los ojos y se golpeó en los pechos diciendo: «Oh Madre afligida y que dolorida viene, vestida de negro luto», y se extremeció derramando muchas lágrimas.

Preguntándole algunas religiosas qué era lo que decía, les respondió: «¿No ven a la Virgen Santísima que está vestida de luto por la muerte de su Hijo? Volviéndose a quedar en paroxismo, amaneció así hasta el tiempo del Aleluya.

Volvió a abrir los ojos y, golpeándose los pechos, dijo: «¡Qué linda y qué pomposa! ¿No la ven, madres? ¿No la ven? ¡Madre, Madre!» Diciendo esto, al tiempo que repicaron en todas las iglesias el Aleluya, murió quedando su rostro hermosísimo y blanquezino, siendo así que antes lo tenía afeado por la lepra.

Las religiosas cantaron los Maitines de la Resurrección, teniendo aquel cuerpo presente. Afirmaron muchas monjas que tenía el rostro tan alegre que parecía que estaba viva, festejando el regocijo de aquel día, del cual había sido devotísima toda su vida. 

Estando en el féretro, una religiosa lega que la había asistido en sus achaques y muerte, se acercó a ella y, pidiéndole la encomendase al señor y no se olvidase de su Sierva, metió sus manos debajo del escapulario, para apretarle las de la Madre Santa Florentina, y las encontró desatadas, aunque se las había atado con anterioridad. La difunta, en prodigioso milagro, apretó las manos de la lega, como prometiéndole cumplir su petición.

Murió en 1647, casi a los 80 años de edad, y en 1689, al abrir su sepulcro, salió una música suavísima de arpas y otros instrumentos, como queriendo Dios avivar la memoria de su Madre y testificar a las religiosas su gloria.

Desperté de mi sueño. Los azahares del exconvento de San Agustín seguían embriagando mi alma. Me quedé con el recuerdo de la Madre Santa Florentina, guardado celosamente en el corazón, y sólo deseo que llegue el Viernes Santo solemne para cantar a mi Cristo lagunero: Nunca sé si estas dormido/o si en la Cruz vas despierto,/Cristo lagunero mío,/¿verdad que Tú no estás muerto/aunque grande fue tu martirio?.