MUCHAS lámparas iluminan al Cristo de La Laguna para que los fieles claven, en su cuerpo moreno, una súplica, una oración o un canto salido del corazón:
Era tan fuerte su encanto
que, entre lágrimas, le pregunté
si podía acompañarlo.
Sus ojos sólo me miraron
y, extendiéndome su mano,
tocó mi cara, calló mi llanto.
En una aterida mañana,
de barrunto y oscuridad,
tu luz me ha dado la vida,
la vida me ha dado la dicha
de poderte ahora amar.
Embrujo de Cristo moreno,
ojos laguneros de fuego y cristal.
Y fue, precisamente, con fuego —de la forja y de las profundidades del alma— con lo que los antiguos orfebres hicieron la lámpara de plata de seis libras y once onzas que regaló al Cristo un portugués por el favor recibido. Para conocer el prodigio nos transportaremos a la ciudad de Aguere de 1592. Una vez en sus calles del recuerdo, las iluminaremos con la popular lámpara, en cuyo interior duerme una bella historia ocurrida en aguas del Atlántico, próximas al puerto de Santa Cruz.
El otoño jugaba con los árboles de la Vega, cuyas hojas, transportadas por el viento, navegaban sobre las aguas de la laguna de la noble ciudad. Las chimeneas lanzaban al aire aromas de café y pan recién elaborado.
Varios vecinos transitaban las empedradas calles, envueltos algunos en mantas para resguardarse del frío en la aterida mañana. En un zaguán de una casa de gran prestancia, se disponía a salir Antonio Correa de Guzmán. Lo acompañaba su esposa, iluminándole el camino con un candelabro.
Nuestro personaje era un mercader portugués. Aquella mañana se dirigía a la capital santacrucera para hacer un viaje a bordo de su carabelón. Sin embargo, su mujer le indicó que no debía arriesgar más la vida en los mares.
—«Eres toda mi vida», añadió la dama.
—Calla por el amor de Dios», le dijo su marido, quien recibió una última contestación de su amada:
—«Tu lo mandas».
Después de darle un beso, Antonio Correa salió a la calle, mientras la angustiada señora, con lágrimas en los ojos, le decía:
—«¡Antonio! ¡Acuérdate del Cristo de La Laguna!»
Palabras hermosas a las que no prestó atención Correa, ya que lo esperaba un caballero en la esquina con un caballo en el que montó para ir a Santa Cruz.
El alba se había desperezado del todo. Apenas se veía la nube de polvo que había dejado el corcel del mercader. En la espadaña de San Francisco, las campanas llamaban a los fieles a misa.
A los pocos minutos de abrirse las puertas de la iglesia franciscana, y cuando aún el fraile no había terminado de encender el último de los cirios del Santo Cristo, se arrodilló ante su cuerpo la señora de Correa. Rezaba con gran devoción y casi tocaba el suelo con la frente. Hablaba con su Crucificado moreno y barruntaba algo prodigioso. Su escudero se le acercó y le dijo:
—«Señora, son las nueve».
Pasó el tiempo. Por fin había llegado el día del regreso a Tenerife. El carabelón navegaba hacía la isla teideana surcando, como una seda, las aguas en calma. El sol resplandecía como nunca y el Cielo deslumbraba con su azul intenso.
En cubierta, Correa sonreía y pensaba en los infundados temores de su mujer. De haberle hecho caso, habría perjudicado los frutos de su comercio. Para festejar el triunfo conseguido en el viaje, el incrédulo mercader convidó a la tripulación, bajando con los marinos por el escotillón.
Después de que el vino refrescara gargantas y alegrara corazones, Correa subió a cubierta, quedando asombrado ante lo que sus ojos vieron: la neblina amenazaba por el Oeste, el viento arremetía contra el barco violento y racheado, y el sol se ocultaba para dar más tenebrosidad.
Los marinos se fueron apiñando junto al capitán de la embarcación y se miraban mutuamente con pánico. Pero no pudieron seguir unidos, ya que, ante una temible tempestad, tuvieron que ir a sus respectivos puestos. El Atlántico, tan lleno de vida siempre, lo desbordaba ahora la muerte. Las olas eran gigantes de agua, musgo y sal que, con sus abrazos de maremoto, debilitaban el maderamen. El viento rompió los aparejos. La nave quedó sin gobierno entre el brillo diabólico de los rayos. El mar se había convertido en un auténtico infierno.
Un hombre cayó al agua pero pudo ser salvado. Correa, aferrado al puente, rezumaba sal marina, sudor y miedo. De pronto, en su memoria despertó el consejo de su mujer:
—«Acuérdate del Cristo de La Laguna».
Alzó la vista y miró al frente.
Las gotas de agua eclipsaban su visión. Le pareció ver algo. «Es imposible», debió pensar ante los efectos de la tempestad y luces de los rayos. Secó sus ojos y, al mirar hacia donde la neblina era más espesa, lo volvió a ver. Allí estaba el faro de los navegantes, el lucero de la noche y el alma de Tenerife. El Cristo de La Laguna se alzaba, en la oscuridad de la noche, como un lucero de amor, como un rayo de protección.
Correa clavó sus ojos en el Crucificado y, lleno de esperanza, le prometió:
—«Si llegamos vivos al puerto de Santa Cruz, te regalo una lámpara de plata».
Al desaparecer el Cristo, disminuyó la tempestad, el viento aplacó sus iras, brilló el sol y el carabelón, con la estabilidad recobrada, surcó las aguas con la bella estampa del velamen desplegado.
Apareció el Teide en el horizonte y con él la alegría en la tripulación, que se puso aún más contenta ante la blancura de las casitas del puerto santacrucero. Estaban en la isla amada, en el terruño al que los marinos no pensaron regresar jamás.
Al llegar a La Laguna, lo primeo que hizo Correa fue llevar al Cristo la lápara prometida.
Se arrodilló a sus pies y dijo:
—«Señor dígnate a admitir mi promesa mi promesa. Mírala aquí cumplida».
El Guardián y varios frailes del convento de San Miguel de las Victorias se pusieron junto a Correa, quien, al terminar de rezar, manifestó:
—«Le entrego esta lámpara Padre Guardián. Deseo sea colocada frente al Cristo en la capilla que se fabrica. Me gustaría que ardiera siempre como recuerdo de mi encendida devoción».
Mientras el Guardián franciscano le daba las gracias, una voz indicó a Corma que nunca había obrado mejor y que su promesa lo honraba. Era su mujer que le suplicó que no navegara jamás. Convencido de que, al fin, su esposa vencería, le dio un beso.
Así termina una historia cuya veracidad queda manifiesta en el siguiente documento: «Esta lámpara —según dice el letrero de su orla— la dio el capitán Antonio Correa de Guzmán por el seguro de su nao, con este Santo Crucifijo, año de 1592».
Todos los marinos deben tener en cuenta que, por muy grande que sea la tempestad, siempre estarán protegidos por el Cristo moreno, el faro que alumbra senderos de salvación en el mar con la luz del lucero que los ángeles encienden nara el Padre de todos los laguneros.