No se sabe cuándo, cómo y en qué circunstancias llegó a Tenerife la imagen del Cristo de La Laguna.
Es un debate que viene de siglos, una página de nuestra historia sobre la que se mantienen en vilo varios interrogantes. Sin embargo, los historiadores sí parecen conformes en que fue el adelantado Alonso Fernández de Lugo quien se hizo cargo de la efigie cuando arribó a la isla, aunque tampoco se sepa a ciencia cierta cómo llegó a sus manos –Viera dice que “al modo maravilloso”– y por qué la entregó a los religiosos de san Francisco y no a otra de las órdenes regulares –agustinos y dominicos– establecidas ya en la naciente población. En aquel entonces los frailes de cordón y estameña edificaban su iglesia y convento en terrenos cedidos por De Lugo más abajo de la choza de palmas y cañavera donde primero se guarecieron, en la falda del Bronco, fuera pero en las cercanías de las lindes donde, a finales del siglo XV y comienzos del XVI se planificó y comenzaba a germinar la villa y pronto ciudad de San Cristóbal, capital de la isla. Así fue el comienzo de la relación de
cinco siglos de los frailes franciscos con nuestro Cristo.
Esa vinculación, en ocasiones estrecha y en otras no tanto, se vio interrumpida en épocas diferentes y por motivos diversos, tal los eslabones de una cadena que se quiebra y hay que esperar a que una mano diestra la vuelva a engarzar. Los límites de este trabajo no permiten profundizar en los porqués de tales rupturas temporales. Además, nuestro propósito ahora no va más lejos de la rememoración del último capítulo de esa serie de encuentros y desencuentros, el del retorno de los frailes franciscanos a San Cristóbal de La Laguna después de larguísima ausencia; hecho del que en este 2017 se cumplen cien años.
Hasta la exclaustración
Antes no estará de más recordar algunas de dichas interrupciones. La primera ocurrió en fecha todavía temprana. El 15 de septiembre del año 1545 los frailes llegaron a un entendimiento con el Cabildo de la isla para cederles su cenobio a las religiosas de Santa Clara de Asís, a fin de que se establecieran en la ciudad, al tiempo que ellos pasaban al hospital de convalecientes de San Sebastián que había fundado en 1507 el acaudalado Pero López de Villera, alguacil mayor de la isla, en el lugar donde en la actualidad se encuentra el Asilo de Ancianos. La efigie del santo Cristo continuó en la primitiva iglesia de San Francisco, pero ahora bajo la custodia de las monjas clarisas. Tanto es así que por entonces llegó a denominársele y ser conocido por el “Crucifijo de Santa Clara”.
Años más tarde, el Cabildo, que además de administrador de sus bienes era patrono del establecimiento hospitalario por disposición de su fundador, se opuso a que los franciscanos transformaran el hospital en convento, como pretendían. En opinión del concejo, y así quedó escrito en el acta de la sesión de 15 de enero de 1552, ya había en la ciudad suficientes monasterios y sobraban manos pidiendo limosnas para mantenerlos y mantenerse, aparte de que el proyecto llevaba consigo la desaparición del establecimiento fundado por López Villera, lo que vulneraba de manera flagrante su voluntad.
La negativa del Cabildo tuvo efecto inmediato. Los frailes –“más escrupulosos que galantes”, dice el socarrón Viera y Clavijo– les reclamaron a las monjas su primitiva morada. Estas se resistieron. Se entabló el inevitable pleito. Por fin, en 1577, las clarisas, que entre tanto habían conseguido recinto monacal propio merced a la munificencia de una pía señora llamada doña Olaya, abandonaban en solemne comitiva el cenobio de San Francisco a la vez que los frailes, en otro cortejo no menos concurrido y brillante, se posesionaban de nuevo del que había sido su primer convento y el primero de la Orden del santo de Asís que se fundó en Tenerife. La imagen del Crucificado no se movió del lugar donde se hallaba expuesta al culto pero pasaba otra vez al cuidado de los religiosos del sayal y la soga.
Con el retorno de los franciscanos se inició una etapa de prosperidad del monasterio. La creciente devoción del pueblo al santo Cristo se materializó en obras suntuarias de mucho alcance, en las que dejaron muestras sobresalientes de pericia y sensibilidad artística los más reputados maestros de la época, alarifes, ebanistas, ensambladores, orfebres, escultores, pintores. Lo cuenta el ovetense P. Luis de Quirós, ministro provincial de la orden seráfica en Canarias entre 1606 y 1609, en su librito Breve sumario de los milagros que el Santo Crucifijo de San Miguel de las Victorias de la ciudad de La Laguna de la isla de Tenerife ha obrado hasta el año 1590, etc, publicado en Zaragoza en 1612, que es un delicioso e ingenuo relato de fervores populares y miríficos portentos atribuidos a la venerada imagen, pero también el conjunto de teselas que forma un vivo mosaico de la sociedad lagunera y tinerfeña de entonces.
La pujanza del convento grande, como lo denomina el ya citado Viera, no parecía detenerse. Pero cuando finalizaba enero del año 1713 el archipiélago se vio sorprendido por una inusual y violenta perturbación atmosférica. Las islas sufrieron los efectos de un fortísimo temporal, de “un dilubio fiero” (Viera). En Gran Canaria, el Guiniguada se desbocó e hizo grandes destrozos. En Fuerteventura abrió nuevos barrancos. Tenerife parece ser que fue la más castigada. Llovió a raudales. Lo más probable es que la laguna casi inmediata se desbordara y que sus aguas, descontroladas, junto con las que caían sin cesar sobre la ciudad y sus campos, irrumpieran impetuosas, entre otros edificios, en la iglesia y cenobio franciscanos, que resultaron seriamente dañados. La imagen del Cristo fue rescatada casi de milagro, llevada en improvisada procesión y depositada en el oratorio de la casa-palacio de los condes del Valle de Salazar. Los religiosos se refugiaron de nuevo en el hospital de convalecientes. No parece creíble que los condes los albergaran en su casona, como apunta el mentado historiador realejero, pues en esa época no eran pocos. Sobre el tiempo que permaneció la imagen del Cristo en la capilla condal no hay coincidencia. En acta de la Esclavitud de 21 de marzo de 1716, que cita Bonnet, se lee que cuando los frailes, por seguridad, tuvieron que abandonar el convento, “se entraron con licencias legítimas en el hospital del Señor San Sebastián desta ciudad, algo más de dos años, con grande incomodidad”, hasta que pudieron retornar al cenobio, no se dice cuándo. Templo y edificio conventual sufrieron graves daños. Hubo de ser reedificada la mayor parte. Entre tanto, el Cristo lagunero estuvo bajo la custodia de los condes.
Un nuevo desastre, el más grave de todos, ocurrió la noche del 28 de julio de 1810. El convento y la iglesia de San Francisco fueron casi arrasados por un incendio pavoroso que, como ocurriría mucho después con los de San Agustín o el Obispado, no se supo controlar bien en los primeros decisivos momentos. El fuego comenzó en el campanario, siguió por el coro, pasó a la techumbre y de allí a los artesonados, hasta alcanzar la capilla mayor. Moure, en su Guía histórica, escrita en 1905, dice que oyó de “testigos presenciales de notoria honradez y sobrada ilustración” relatos estremecedores de la aciaga jornada y del arrojo y valentía de quienes, “no sin grave riesgo, lograron sacarla ilesa (la imagen) por las sacristías” segundos antes de que el techo de la capilla mayor, que era joya incomparable de la artesanía canaria, se desplomara “con horrísono estruendo”. Era el tiempo de la siega. Los campesinos apostados en las trilladoras de la dehesa cercana no tardaron en acudir, alertados por el toque a rebato de las campanas. También lo hicieron gentes de la ciudad, de toda clase y en condiciones de ofrecer ayuda, que contribuyeron a liberar de las llamas todo cuanto estuvo a su alcance, no sin que algunas imágenes y otros objetos sagrados, igual que sus rescatadores, “salieran bastante chamuscados”, como puntualiza con su clásico desparpajo el venerable clérigo y primer cronista oficial de la ciudad. Añade y aclara Moure, en nota a pie de página, que mientras los hombres intentaban salvar los edificios amenazados por las llamas, las mujeres decidieron por su cuenta poner a buen recaudo el patrimonio que encontraban cerca, y subraya que “a su arrojo” se debió la conservación de lo mucho que de otra forma se hubiese perdido para siempre. El Cristo fue depositado en la parroquia de los Remedios y en ella permaneció hasta que estuvo acabado el actual santuario, que se levantó con carácter provisional. Fue iniciativa de la Esclavitud, lo que iba a ser fundamental y decisivo. Los frailes, mientras tanto, se afanaban en buscar medios para la reconstrucción del templo y el convento, y se acomodaron en la antigua hospedería, que no había ardido. La guerra de la Independencia se hallaba en su ecuador. Aires secularizadores comenzaban a soplar con fuerza creciente.
Desaparecen los frailes
Dos décadas después del incendio se rompía otro eslabón, que pareció ser el último, pero no fue así, de la larga y frágil cadena que durante cuatro centurias había sido nexo de unión de la orden franciscana con el Santísimo Cristo de La Laguna. Las disposiciones sobre reducción de conventos, primero, y de exclaustración de religiosos regulares e incautación de sus bienes, después –invasión napoleónica, Cortes de Cádiz, decretos desamortizadores de Toreno y Mendizábal–, no tardaron en hacerse efectivos. Los franciscanos dejaron de ser cuidadores del Cristo y abandonaron San Cristóbal de La Laguna. Sólo el exclaustrado P. José María de Argibay quiso continuar junto a la imagen del crucificado que tanto quería y protegió.
Para salvaguardarlo y para evitar la incautación inmediata de su patrimonio mueble, de sus alhajas, hubo nuevo traslado del Cristo lagunero a la iglesia de los Remedios, convertida ya en catedral. Luego a la de San Agustín, por obras en el templo catedralicio. Finalmente, en 1822, cuando el Estado atendió la reclamación de la Esclavitud y le devolvió el modesto edificio que había construido para alojar la imagen después del incendio, regresó a su “capilla”, que pasaba a depender de la parroquia del Sagrario, al cuidado de un mayordomo con derecho a vivienda en el edificio abandonado por la orden de la estameña; todo lo cual no evitó que el culto a la sagrada imagen decayera de manera sensible.
Escapa a los límites de esta crónica el relato de los acontecimientos y hechos de muy distinto orden que se sucedieron durante el siglo XIX y primeros años del XX en torno al Cristo de La Laguna cuando los franciscanos habían desaparecido ya del paisaje cotidiano de la ciudad. Destacaremos únicamente, por lo que supuso para la conservación de su valioso patrimonio artístico e histórico, que como la Esclavitud pudo demostrar ante la Administración pública que fue ella, y no la orden franciscana, quien construyó el humilde templo del crucificado lagunero que sigue siendo su santuario propio, las valiosas alhajas que conservaba no le fueron confiscadas. Los intentos sucesivos de los comisarios regios, y más tarde de los de la primera República, se toparon una y otra vez con la argumentación fundamental de la Esclavitud, la de ser una asociación de seglares regulada por disposiciones vigentes, y, por tanto, propietaria legítima de los bienes en su poder para el fomento de la devoción a la sagrada imagen.
Vuelven los franciscanos
Mediada la segunda década del siglo XX, varios esclavos insatisfechos de cómo se le venía dando culto al santo Cristo, se plantearon la conveniencia de que los frailes de san Francisco volvieran a San Cristóbal de La Laguna y se hicieran cargo otra vez de mantener viva la devoción a la sagrada imagen. Ya desde los últimos años del XIX, la Esclavitud, que llegó a desaparecer después de la exclaustración y fue restablecida en 1873, había comenzado a experimentar un ligero rejuvenecimiento y mayor dinamicidad, con el ingreso de nuevos miembros, lo que se reflejó pronto en la organización de los festejos anuales del mes de septiembre. En 1895 se construyó un salón para guardar los enseres. En 1906, el rey Alfonso XIII, en su estancia en Canarias, visitó el santuario, fue investido de esclavo mayor perpetuo y le otorgó a la Esclavitud el título de real, y un año después el papa san Pío X le concedió el de pontificia. Eran pasos favorables aunque tímidos. Como no parecían tener correlato con los deseos de los esclavos más devotos, algunos de estos comenzaron en 1916 a sopesar con discreción la posibilidad del regreso de los frailes a San Cristóbal de La Laguna y propiciaron unas primeras conversaciones con los responsables de la orden franciscana de la provincia de Andalucía, con conocimiento y autorización de la curia diocesana.
La noticia no tardó en saltar a las páginas de la prensa. El Imparcial de Santa Cruz de Tenerife la recogía en su edición del 19 de abril de 1917, y añadía que “varios elementos (···) no están conformes con acceder a la solicitud de los Padres franciscanos”. Sin embargo, todo estaba decidido ya. Los frailes y la Esclavitud habían llegado a un principio de acuerdo. No obstante, era imprescindible llevarlo a la junta general, que fue convocada a ese solo efecto con carácter extraordinario y se reunió el 22 del mencionado mes de abril.
Asistieron más de medio centenar de esclavos. Fueron informados de un escrito de petición de los religiosos, de las autorizaciones canónicas preceptivas y de las condiciones en que la Esclavitud podría ceder a la comunidad franciscana sus bienes para que pudieran desempeñar las tareas a las que se comprometían sus miembros. En síntesis, los religiosos se obligaban a desempeñar las actividades pastorales propias de su ministerio; a fomentar y desarrollar el culto al Santísimo Cristo, “no tan solo en esta ciudad, sino en la Isla y fuera de ella, sirviéndose para eso de la predicación, prensa, etc”; a trabajar “cuanto posible les sea” para la edificación de un templo “que sea digno y responda al grande entusiasmo y devoción de Tenerife a su milagroso Cristo”; y, finalmente, “como prueba de gratitud a la ciudad de La Laguna”, a abrir escuelas gratuitas, “en las que se dará instrucción primaria” tan pronto “como el local lo permita”· Hubo amplio debate, incluso para precisar la forma, los efectos y consecuencias de la votación. Esta se produjo seguidamente, con treinta y siete votos a favor y diecisiete en contra. Visto el resultado, se procedió al nombramiento de una comisión que se encargara de negociar las condiciones en que convenía se cedieran a la orden franciscana “la iglesia, la casa, la huerta y enseres del culto”. Quedó formada por los esclavos don Adolfo Cabrera Pinto, profesor benemérito; don Enrique González Medina, lectoral del Cabildo eclesiástico de la catedral nivariense; el banquero don Luis Pozuelo González; los industriales don Ramón Matías Izquierdo y don José Gutiérrez Penedo y el esclavo secretario don Francisco Benítez de Lugo y García, marqués de Celada, bajo la presidencia del
titular de la parroquia del Sagrario Catedral, don Eduardo Martín Rodríguez. Le fueron otorgadas además las más amplias facultades para el cumplimiento de su cometido, sin necesidad de convocar de nuevo la junta general.
Para cumplir el mandato de la Esclavitud, la comisión se reunió el 18 de mayo inmediato con los representantes de la orden franciscana fray Cipriano María Alzuzu, custodio de la provincia de Andalucía, y fray Lorenzo Cerdán, designado por la orden como superior o presidente de la nueva residencia religiosa. Las negociaciones, laboriosas, complejas, se concretaron finalmente en diez puntos, de los cuales cabe destacar los más significativos: Las dos partes se mostraron conformes en que todo cuanto la Esclavitud dejara a la comunidad para su alojamiento y para el culto al Santísimo Cristo permanecería en poder de los religiosos mientras respetaran el compromiso que adquirían. Si por cualquier causa se quebrara, los frailes vendrían obligados a la devolución de todo, conforme al inventario que también se acordaba hacer ante notario. En el caso de que los religiosos realizaran mejoras en las dependencias que se les entregaban, éstas revertirían a la Esclavitud, sin que tuviera que compensarlos por ningún concepto. De igual manera, todos los objetos que en adelante fueran engrosando el patrimonio inicial cedido pasarían a ser propiedad de la asociación religiosa, tanto los adquiridos por compra como los de suscripción popular, donación o legado. Otra cláusula fundamental, la novena, se refería al compromiso de la Esclavitud de mantener a su costa la organización y celebración de las fiestas y actos establecidos en sus Estatutos o por tradición, amén de los que en cada momento se considerasen convenientes, y, para sufragar los gastos derivados de esas obligaciones, se reservaba la recaudación de la alcancía por limosnas de los fieles, aunque una de sus tres llaves estaría en manos de la comunidad. También se hizo hincapié en que los ornamentos y alhajas confiados al cuidado de las monjas clarisas continuarían en poder de las mismas, sin perjuicio de la utilización circunstancial por los franciscanos cuando alguna solemnidad especial lo aconsejara.
Cuatro días más tarde de la importante reunión, el veintidós del referido mes de mayo de 1917, en un sencillo pero histórico acto celebrado en la sacristía de la capilla del Cristo bajo la presidencia del provisor y gobernador eclesiástico del obispado nivariense don Bernabé González Marrero, por encontrarse ya muy enfermo el prelado don Nicolás Rey Redondo, y ante el notario eclesiástico don José Rojas, tomaba posesión como superior de la nueva residencia franciscana y se posesionaba de los bienes que la Esclavitud ponía en sus manos el ya citado fray Lorenzo Cerdán. Asistieron a la ceremonia el mayordomo de la venerada imagen, don Mateo Alonso del Castillo y Pérez, destacado periodista y profesor; don Francisco Benítez de Lugo y don Luis Pozuelo como representantes de la comisión; y don Bernardo González Falcón, capillero hasta aquel momento y responsable del cuidado de la capilla y sus enseres. Un nuevo capítulo de la historia de la imagen del Santísimo Cristo de La Laguna acababa de empezar, comenzaban a escribirse unas páginas muy diferentes a las anteriores. Todo había cambiado. Los frailes ya no eran dueños de nada.
La Esclavitud, que había dependido de ellos durante siglos, mantenía ahora criterios y condiciones no siempre coincidentes. Algunos religiosos lo entendieron y aceptaron de buena gana, pero otros no, lo que generó en el correr de los años, en más de una ocasión, tensiones y malos entendidos. No escasearon los religiosos que supieron dejar testimonios edificantes como celosos guardianes del Cristo. De otros no podrá decirse lo mismo. El propio provincial fray Joaquín Domínguez lo reconocía en el momento de la despedida, cuando la orden, alegando falta de vocaciones religiosas, decidió abandonar en agosto de 2010 el convento lagunero al que había estado vinculada de forma intermitente durante medio milenio: “Entre esclavos y frailes no todo fue concordia y entendimiento durante la convivencia”. Es una historia casi secular que deberá ser analizada y valorada de forma objetiva, desapasionada, cuando sea el momento. Todavía es pronto. Ahora lo que cabe recordar es que este año se cumplen cien del último intento, que no cuajó, de que los frailes franciscos siguieran velando y vigilando la hermosa efigie del Crucificado lagunero.
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Fuentes principales
BUENAVENTURA BONNET REVERÓN: El Santísimo Cristo de La Laguna y su culto (1952)
ALEJANDRO CIORANESCU: La Laguna. Guía histórica y monumental (1965)
LUIS DE QUIRÓS: Breve sumario de los milagros que el Santo Crucifijo de San Miguel de las Victorias de la
ciudad de La Laguna de la isla de Tenerife ha obrado hasta el año 1590, etc. (1612)
JOSÉ RODRÍGUEZ MOURE. Guía histórica de La Laguna (1935)
JOSÉ VIERA Y CLAVIJO: Noticias de la historia general de las islas Canarias (Ed. 1967)
Libros de actas de la P. R. y V. Esclavitud.
Archivo particular de don Ramón Álvarez Colomer.
Archivo personal del autor.