Resulta difícil disociar la imagen del Cristo de La Laguna del magnífico altar-tabernáculo en el que recibe culto a lo largo del año, de sus cruces y de la peana en la que sale en procesión en Semana Santa y con motivo de sus fiestas de septiembre. En su mayor parte, estas piezas de plata repujada se hicieron en la ciudad en el último cuarto del siglo XVII por varios plateros y carpinteros isleños, fueron costeadas por algunos miembros de la Esclavitud y respondieron a un proyecto ideado por fray Sebastián de Sanavia que supuso la renovación del ornato de la capilla mayor del antiguo Convento de San Miguel de las Victorias. De esto nos hemos ocupado en el libro Todo es de plata. Las alhajas del Cristo de La Laguna que publicó hace algunos meses el Ayuntamiento de la ciudad. Salvadas, por fortuna, del incendio que en 1810 destruyó el templo franciscano, estas alhajas dan fe del éxito devocional del Crucificado y pueden valorarse como testimonios excepcionales de los logros de los artífices que trabajaron aquí durante el Barroco.
El altar-tabernáculo no es, como a veces se nombra, un retablo. Es una estructura independiente que se pensó y se hizo para ser antepuesta al retablo mayor de la vieja iglesia conventual, encargado en 1636 al maestro Antonio de Orbarán (Puebla de los Ángeles, 1603-La Orotava, 1671). En el contrato quedaron especificados, entre otros detalles, sus dimensiones: aproximadamente 9 metros de alto por 8 de ancho. Esto permite que nos formemos una idea sobre el aspecto de aquella capilla mayor, muy distinto al de la cabecera del Real Santuario. Si ahora el altar-tabernáculo prácticamente llena su testero, cuando se realizó entre 1675 y 1678 su apariencia fue la de una especie de gran relicario de plata para la imagen del Cristo que destacaba ante un gran retablo dorado de tres cuerpos. Podemos imaginarnos su efecto original a la vista del montaje fotográfico que incluimos, compuesto por Fernando Cova del Pino, en el que hemos recurrido a un retablo isleño cercano cronológicamente a aquel, el de la capilla mayor de la Iglesia de San Marcos de Icod de los Vinos.
En cierto modo y a pequeña escala, la idea de exponer a la veneración la imagen del Señor ante un retablo dorado y policromado se recupera desde el pasado mes de julio en la Iglesia del Hospital de Nuestra Señora de los Dolores con motivo de la estancia de la efigie mientras duren las obras en su santuario. Y se da la circunstancia de que aquí flanquean a la escultura dos grandes lienzos, el Sueño de san José y la Lactación de san Bernardo, pintados por Cristóbal Hernández de Quintana (La Orotava, 1651-La Laguna, 1725) autor en 1684 del diseño de la peana procesional y a quien hemos atribuido algunos verdaderos retratos del Cristo.
Aunque los documentos no se refieren al conjunto del altar-tabernáculo sino a cada una de sus partes (nicho, sagrario, frontal y orla) nos ha parecido apropiada esta denominación, por entender que a lo largo de los siglos ha mantenido ambas funciones: la de mesa de altar y la de tabernáculo para la efigie del Señor. Comenzó a realizarse por el nicho, costeado en 1675 por el esclavo mayor Mateo Velasco, como informa una inscripción situada en su base. En nuestro estudio dimos a conocer la identidad de sus autores: el carpintero Juan González de Castro Illada (¿La Laguna?, hacia 1640-1717) y los plateros Juan Roberto Zambrana (Telde, 1637-La Laguna, 1710) y Sebastián Castellano (La Laguna, 1647-1683...). En su configuración primera esta hornacina tenía unas cortinas de plata. Aunque fueron suprimidas en el segundo cuarto del siglo XVIII, podemos conocer a su traza gracias a una estampa abierta en Madrid en 1677 por Gregorio Fosman. Sobre la mesa de altar se sitúa el sagrario, concluido en 1678 y pagado también con una limosna de Mateo Velasco. Documentada la participación del carpintero González de Castro, cabe pensar que los plateros fueron de nuevo Zambrana y Castellano. Para vestir de plata el frontal fray Sebastián de Sanavia consiguió que en 1676 Alonso de Nava Grimón, esclavo mayor ese año, desembolsara los 9546 reales que costó; sus armas, situadas en el centro de la pieza, recuerdan su generosidad. La labor de madera correspondió al mismo carpintero y la de plata —suponemos— a los artífices ya citados.
El proyecto original no contemplaba la orla del nicho que aún se conserva, cubierta de planchas de plata por el maestro Juan Benítez Alfonso (¿La Laguna, 1681?-1743...). Fue concluida en el bienio 1732-1733, aunque con posterioridad fue renovada y acrecentada. Se concibió como un juego simétrico de rocallas que se entrelazan y proporcionan esbeltez con sentido ascendente. En la parte superior central, sirviendo casi de clave del conjunto, una cartela acoge el emblema de la Esclavitud: una ese atravesada por un clavo. Sobre ella, como remate, se colocó entre 1747 y 1757 una concha de plata, bajo la que hemos advertido la presencia de un escudo oval de armas timbrado por una corona, que no hemos podido identificar. Además de ornamental, la función de la orla fue servir de soporte a candeleros que contribuyeran a iluminar mejor y con más suntuosidad la capilla.
El altar-tabernáculo sobresale entre las alhajas que la imagen del Cristo de La Laguna comenzó a atesorar en la década de los setenta del siglo XVI, cuando de acuerdo a los documentos conocidos —no a leyendas o suposiciones— eclosionó su devoción. Un siglo después, cuando Juan Núñez de la Peña redactó su historia de las Islas indicó que «el ornato deste soberano Crucifixo no lo tiene ninguna imagen en estas islas, ni aún muchas de mucha deboción en España: todo es de plata, curiosamente labrada, de mucho costo». Y cien años más tarde Viera y Clavijo escribió sobre la iglesia franciscana de La Laguna que era, «por el aseo y riqueza de su magnífica capilla, el asombro de cuantos la visitan en las grandes festividades del año». Esta magnificencia se mantiene todavía hoy, a pesar de las pérdidas patrimoniales y de la transformación del espacio de culto, en buena parte gracias al altar-tabernáculo, en cuya hechura se emplearon algo más de 100 kilogramos de plata. Plata americana labrada por manos isleñas.
Carlos Rodríguez Morales
Doctor en Historia del Arte