Para los que en La Laguna hemos vivido, cualesquiera que hayan sido nuestras procedencias, el mes de septiembre en esta ciudad se torna enamorada evocación de experiencias imborrables en sus calles y plazas durante las Fiestas del Cristo, de insomnes noches en vísperas de exámenes, de reencuentros y salutaciones. Cuando llega septiembre La Laguna se erige en deseada encrucijada donde los canarios, año tras año, aprendemos a serlo y a identificarnos, una ciudad donde todas las idiosincracias isleñas han concurrido y alimentado siempre las señas comunes de identidad canaria.
Cuando llega septiembre en esta ciudad se respira y vive diferente. Las Fiestas del Cristo, que se celebran a lo largo de todo el mes, y la cita que los estudiantes tienen con los exámenes, constituyen dos buenas claves para entender las conductas de la gente en esta vetusta y sin embargo siempre joven Aguere. Durante estos treinta días del año la geografía del casco urbano de la ciudad ofrece, junto a cierta resaca de un estío que no acaba, una extraña y grata mezcolanza de placidez y movida urbanas, un sosegado transcurrir de la vida diaria unido a un ambiente de jolgorio y parranda. Parece como si La Laguna en septiembre, tras una cotidianidad descansada, reviviera un rito anual de celebraciones, reencuentros y bienvenidas. Parece como si La Laguna fuera el ágora-destino de muchos canarios.
Cuando llega septiembre no se concibe esta ciudad sin la presencia de riadas de gente camino de la Plaza del Cristo en la noche de la víspera. Sin la existencia de una muchedumbre apenas siseante en la noche del día grande bajo un cielo claro de polícromos fuegos de artificio. Sin las heterodoxas y liberadoras conductas estudiantiles en las postreras horas de las madrugadas. Sin las veladas músico-literarias de las fiestas de arte del Ateneo. Sin los encuentros internacionales de folklore en la Plaza de Abajo o en el Leal. Sin las malabares alternancias de las juergas estudiantiles y los inevitables reencuentros con los manoseados apuntes de junio. Sin la existencia entre jóvenes de furtivas y casi siempre coyunturales aventuras amorosas...
Cuando llega septiembre La Laguna huele a pasta fresca de papel tras las solapas vírgenes de los libros de texto. Los escaparates recuerdan a los padres las principales necesidades de sus hijos para el comienzo del nuevo curso. En la Universidad, aún con el embeleso de los meses de estío, se habla de tasas de matrícula y calendario de exámenes y los estudiantes se ocupan de garantizar la continuidad en aquel piso de alquiler o buscar otro nuevo. Los compañeros de clase han regresado con un aire distinto, con no disimulados deseos de revalidar muchas secuencias juveniles del curso pasado.
Cuando llega septiembre en La Laguna se siente más que en ningún otro mes del año el campo, la tierra, el aire genuinamente isleño y enamorado. Por sus costados norteños entran a la ciudad evocaciones y sueños de trigales y junqueras, de sementeras, barbechos y manchones. Se perfilan en su horizonte, casi corno espejismos, segadores confundidos entre mollos y molleras; redondeles de parvas, belgos, medio-almudes y trillos; hijuelas donde nacen malvas, hinojos y tederas; eriales que expelen olor a brezo, tagasaste y vinagreras. A La Laguna llegan asimismo fragancias de vendimias y parrales y hasta el mismo casco de la ciudad asoman memorias de parras y pámpanos, de engasos y mostos, de barriles y raposas en los lagares y en las bodegas.
Cuando llega septiembre la sintaxis de la vida lagunera se preña de paradigmas entrañables que pregonan atardeceres de horizontes rojizos apuntalando la bóveda de un cielo azul grisáceo ya menos claro. La ciudad se hace septiembre cuando las gentes actualizan en sus memorias secuencias constitutivas de la historia de todos los septiembres de sus existencias. Cuando se rememoran o reviven estampidas de mirlos huidizos en las horas tempranas del día o el diabólico planear de los cernícalos sobre la inocencia de los pájaros enjaulados o la ingenuidad de los peces en las superficies.
Cuando llega septiembre la historia particular de muchos canarios de estas islas se hace presente siempre distinto en La Laguna. La ciudad se divierte, trabaja, se examina y reza. Las memorias y evocaciones se abrazan y matrimonian en medio de la devoción, el placer y lo inevitable.