Queridos diocesanos:
En la Semana Santa, que para nosotros los cristianos es la semana más importante del año, tenemos la oportunidad de revivir los acontecimientos centrales de nuestra fe en Jesucristo: Su pasión, muerte y resurrección. Conscientes de que todo eso lo vivió Cristo por “nosotros y por nuestra salvación”, los días de la Semana Santa -desde el Domingo de Ramos hasta el día Pascua- cobran una especial importancia para todos nosotros y se nos invita a vivirlos con verdadera fe y con participación consciente, activa y fructífera, superando la rutina, la tibieza, la indiferencia y la superficialidad.
Las celebraciones litúrgicas en los templos, que se prologan con las procesiones en las calles, nos ofrecen la posibilidad de adentrarnos en estos misterios de la vida de Cristo y, a través de ellos, dejarnos conducir por Él de la muerte a la vida. Son días para participar “involucrando nuestra vida en lo que celebramos”, es decir, para despertar en nosotros un deseo más vivo de adherirnos a Cristo y de seguirlo generosamente, conscientes de que Él nos ha amado hasta dar su vida por nosotros y que por Él obtenemos la redención, el perdón de nuestros pecados (cf. Col. 1,14).
Para sacar provecho de todo lo que hacemos en Semana Santa, hay que vivirla con fe, creyendo que todo lo que oímos y contemplamos es la manifestación sublime del amor que Dios nos tiene. De lo contrario se nos quedará en el recuerdo y representación de una historia pasada, ajena al presente y al futuro de la humanidad, ajena a la propia existencia. Es necesario reconocer y celebrar que Cristo padece, muere y resucita por nosotros, por todos y cada uno de los hombres: para que todos tengamos en Él vida y esperanza plenas. Pidamos a Dios que nos ilumine y abra nuestro corazón para que comprendamos el don inestimable que es la salvación que nos ha obtenido el sacrificio de Cristo.
Para nosotros, los que vivimos en Tenerife, La Palma, La Gomera y El Hierro, que desde hace 200 años formamos la Diócesis Nivariense, esta Semana Santa de 2020 constituye un momento singular para tomar consciencia de que somos Iglesia de Dios que peregrina en estas islas. Una Diócesis que es “porción del Pueblo de Dios” que está extendido por todo el mundo y que tiene su origen, precisamente en la Pascua de Cristo, en su muerte y resurrección. Como nos enseña San Pablo: «Cristo amó a su Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla. Él la purificó con el baño del agua y la palabra, porque quiso para sí una Iglesia resplandeciente, sin mancha ni arruga ni nada semejante, sino santa e inmaculada» (Ef. 5,25-27).
«Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella para santificarla». La Iglesia, todos y cada uno de los bautizados, somos el fruto de la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo. Clavado en la cruz, de su costado, traspasado por la lanza del soldado, “salieron sangre y agua” (Jn. 19,34) que son expresión de la gracia de Dios que se nos da en el Bautismo y la Eucaristía. En estos dos sacramentos tiene su origen y se sostiene nuestra identidad cristiana. Es lo que expresamos claramente en un conocido canto litúrgico:
Todos unidos formando un solo cuerpo,
un pueblo que en la Pascua nació,
miembros de Cristo en sangre redimidos,
Iglesia peregrina de Dios.
Por eso, cuando celebramos nuestra fe a lo largo de todo el año, y particularmente en la Semana Santa, se actualiza para nosotros la obra de la Redención realizada por Cristo y así, la Iglesia y los cristianos, somos santificados y renovados. Cristo dio su vida por nosotros de una vez para siempre, Él nos ama y, hasta el fin del mundo, continúa entregándose para purificarnos de todo mal y para que podamos ser en plenitud hijos de Dios.
Esta es la gran verdad de nuestra fe: Dios nos ha elegido desde antes de la creación del mundo para que fuésemos sus hijos, santos e intachables ante él por el amor. Y, para hacerlo posible, nos entregó a su propio Hijo, mediante el cual, por su sangre, tenemos la redención, el perdón de los pecados (cf. Ef. 1,4-7). Al celebrar todo esto en la Semana Santa, con espíritu de fe, la Iglesia y los cristianos somos santificados y renovados.
Lamentablemente, a veces, no valoramos ni sentimos necesidad del perdón y de la santificación que Dios nos ofrece, porque consideramos que no tenemos pecados. Sin embargo, san Juan nos previene contra la soberbia de creernos buenos: “Si decimos que no hemos pecado, nos engañamos y la verdad no está en nosotros. Pero, si confesamos nuestros pecados, él, que es fiel y justo, nos perdonará los pecados y nos limpiará de toda injusticia” (1Jn. 1,8-9). Por eso, con palabras de San Pablo, me digo a mí mismo y exhorto a todos “a no echar en saco roto la gracia de Dios” (1Cor. 6,1). Hagamos posible que tenga su efecto en nuestra vida todo lo que Cristo paciente, muerto y resucitado ha hecho por nosotros.
Estamos celebrando, con motivo del Bicentenario de nuestra Diócesis, un Año Santo, un año de gracia y renovación personal, un año para que, “fijos los ojos en el que inició y completa nuestra fe, Jesús” (Heb. 12,2, tomemos mayor conciencia del valor de la fe que hemos recibido.
Una fe que hemos de proteger y cultivar, vivir y difundir. Para ello es necesario empeñarnos en seguir cada vez con mayor fidelidad a Jesucristo y vivir con plenitud sus preceptos evangélicos. «Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella para santificarla». La Semana Santa es un tiempo especial para la reconciliación con Dios y con los hermanos, para acoger el amor de Cristo y dejarnos santificar por Él. No podemos desperdiciar la oportunidad que el Señor nos ofrece. Esto significa no “echar en saco roto” su gracia, su misericordia y su ayuda. Ojalá que estos días sean para todos vosotros un tiempo de gracia y de conversión.
Si permanecemos en nuestros pecados -como si fuéramos un enfermo que no se quiere curar- quienes salimos perjudicados somos nosotros por ser indiferentes a la llamada que Dios nos hace para que nos convirtamos y volvamos al buen camino. Por eso, nos viene bien a todos escuchar estas palabras de San Pablo: “Nosotros actuamos como enviados de Cristo, y es como si Dios mismo exhortara por medio de nosotros. En nombre de Cristo os pedimos que os reconciliéis con Dios” (2Cor. 5,20).
Decía el Papa Benedicto XVI: “Para una fructuosa celebración de la Semana Santa, la Iglesia pide a los fieles que se acerquen durante estos días al sacramento de la Penitencia, que es una especie de muerte y resurrección para cada uno de nosotros”. En efecto, prepararse para la Pascua con una buena confesión sigue siendo algo que conviene valorar al máximo, pues, nos permite obtener el perdón de Dios y así, haciendo borrón y cuenta nueva en nuestra vida, “libres de temor y arrancados de las manos del enemigo, sirvamos a Dios en santidad y justicia todos nuestros días” (cf. Luc. 1,74). Conscientes de que somos pecadores, pero confiando en la misericordia divina, dejémonos reconciliar por Cristo para gustar más intensamente la alegría que él nos comunica con su resurrección.
El perdón que nos da Cristo, cuando confesamos nuestros pecados en el Sacramento de la Reconciliación, no sólo nos pone en comunión con Dios, sino que, también, como sabemos por experiencia, es fuente de paz interior y exterior, y nos lleva al amor fraterno para con todos.
Vivimos, por así decir, en un mundo de tinieblas, donde por desgracia continúan las divisiones, los sufrimientos y los dramas de la injusticia, el odio, la violencia y la incapacidad de las personas para reconciliarse entre ellas y para volver a comenzar nuevamente con un perdón sincero. Los cristianos no podemos participar en las “obras de las tinieblas”, ni dejarnos arrastrar por el ambiente. Tenemos que ser luz y fermento de amor para los demás. Sólo si estamos en paz con Dios y tenemos la voluntad de vivir el amor fraterno, podremos ser instrumentos de paz y concordia en la familia y sociedad que nos ha tocado vivir.
Queridos hermanos y hermanas, dispongámonos a vivir intensamente la Semana Santa, para participar cada vez más profundamente en el misterio de Cristo. No nos limitemos a conmemorar como un simple recuerdo la pasión del Señor, sino que entremos en el misterio. En todo lo que celebramos hacemos presente que “Cristo me amó y se entregó por mí” (Gal. 2,20). En este itinerario nos acompaña la Virgen Santísima, contemplada estos días como Nuestra Señora de los Dolores, porque siguió en silencio a su Hijo Jesús hasta el Calvario, participando con gran pena en su sacrificio, cooperando así al misterio de la redención y convirtiéndose en Madre de todos los creyentes.
Deseo para todos que, por la participación en la Semana Santa, el Señor les bendiga y les colme con toda clase de bienes.
† Bernardo Álvarez Afonso. Obispo Nivariense