LUIS ALVAREZ CRUZ
Hay un momento en la historia de la ciudad en que todos sus caminos se convierten en rutas de peregrinación. Son los caminos del mes de septiembre. Los caminos de la fiesta. Estos caminos tienen ----sin necesidad de proclamarlo a voces— un aire tradicional. Por ellos desfila anualmente una gran muchedumbre, pero en realidad esas gentes pisan sobre las huellas de la tradición.
¿Dónde empiezan y dónde acaban esos caminos tradicionales del mes de septiembre en La Laguna? Empiezan en todas partes. En el Norte, en el Sur, en el Este y en el Oeste de la isla. En la cumbre y en la orilla del mar. Estos caminos, como son tradicionales, no tienen principio. Nacen en cualquier parte, se mezclan, se entrecruzan y desembocan a la vez en un mismo lugar, porque, eso sí, estos caminos conducen derechamente a La Laguna.
Más bien dijérase que los caminos se despiertan repentinamente de su sueño, se animan, se pueblan de pasos y voces y se extinguen en la ciudad, que también ha sacudido su sueño grave y meditativo y estalla como una pandereta jubilosa. Porque cuando La Laguna despierta, es para cantar. Cantando recibe La Laguna a los peregrinos que llegan hasta ella por los caminos del mes de septiembre.
Sin pregón y sin pregonero se puede saber por qué la ciudad despierta de su largo sueño y recibe a sus visitantes agitando los panderos sonoros de la fiesta. Todo esto se puede saber, se ha sabido siempre, se sabrá siempre, sin necesidad de que nadie lo explique. Basta con echarse al camino. A cualquier camino, pues, como ya he consignado, todos conducen a la ciudad.
Una vez en ella, supuesto que ya hemos llegado y estamos llegando todo el tiempo-- la propia ciudad lo explica todo. Hay en ella una ancha plaza en la que crecen unos álamos negros. Una plaza en la que, por esos días, florecen mil banderas: son las banderas de septiembre. Allí las ha erigido el alma de la fiesta. Y sobre el alma de la fiesta gravita el peso de una Cruz. Por eso los caminos que en el mes de septiembre conducen a La Laguna son los caminos del peregrinaje. Si no fuese por esa Cruz, no habría caminos de peregrinación ni habría panderetas en las manos de la ciudad.
Y de este modo nos encontramos sin saber cómo, en la fiesta se hace despertar a la ciudad, y a los caminos que conducen a la ciudad, y a las gentes todas de la isla, las unas junto a la cumbre y las otras junto a los litorales. Y de este modo es como, el que llega, advierte que en las manos de la ciudad hay una pandereta de porodigio y hay en su boca unas veces canciones y otras plegarias.
La fiesta, como es lógico, es la fiesta. El Cristo es diferente. El Hace agitarse las panderetas de los festejos, florecer las banderas, tenderse los arcos, estallar la apoteosis de los cohetes y poblarse los caminos de romeros. Y que, en el ámbito de blancas lonas de los ventorrillos, suenen las guitarras, y que giren las ruletas, y que tienten a los chicos los puestos de turrón. Pero hace más: hace el silencio sobre la muchedumbre. Y este silencio que brota repentinamente del profundo seno de la gran marea humana es el mayor milagro que registra la ciudad en la noche devota y coruscante del catorce de septiembre.
Esta fecha tiene otras fechas que la anteceden, como tiene otras que la siguen, todas ellas pobladas de ecos multitudinarios. Mas la noche del catorce de septiembre no tiene nada de común con otra noche que no sea ella misma. Está hecha de historia y, en cierto modo, de leyenda. Porque hablar de la Fiesta del Cristo es nombrar algo que linda con lo legendario. ¿Cuándo empezó la tradición de esta fiesta? La historia lo consigna, pero nadie le pregunta a la historia. Todo el mundo en la isla sabe que la Fiesta del Cristo en La Laguna fué siempre la Fiesta del Cristo, y es por eso por lo que tiene un cierto aire de leyenda. ¿Cómo no iba a haber espíritu legendario en una fecha que pone en movimiento a todos los caminos inmóviles de la isla?
Bien pronto se llenarán de voces y de ecos tales caminos. Sin necesidad de pregón, los caminos que atraviesan en cuatro direcciones el paisaje de la isla se poblarán de romeros. ¿Quién les ha anunciado la fecha? ¿Quién les ha dicho a estas gentes innumerables que la ciudad de La Laguna está al final de todos los caminos que recorren? Nadie les ha dicho nada. Esto se sabe sin que nadie lo sepa. Surge el conocimiento de repente, que es cuando el corazón de la multitud sa agita como una pandereta. Cuando los caminos se desperezan y se estiran, apuntando todos hacia La Laguna. Cuando sobre los peregrinos cae una cascada de fuego. Y, sobre todo, cuando, entre la sonoridad de mil notas de la plaza, se abre el súbito paréntesis del silencio, como una alfombra, para que por ella pase, el eternamente silencioso, el Cristo de la fiesta. Cuando la canción y la copla y la carcajada enmudecen. Cuando el tirso se convierte en cirio. Cuando, con cirio y pandereta, la ciudad lo explica todo: por qué los caminos nacen en cualquier parte y terminan en ella, y por qué despiertan los caminos, y por qué la isla se desangra por sus caminos.
Y por qué el catorce de septiembre es un fastuoso dosel de fuego sobre el mástil de una danza de siglos, tan alto que se ve desde cualquiera de los múltiples caminos de la isla, a la que alumbran los cirios y llena de ecos lejanos la fiesta mayor de La Laguna.