Excelentísimas e ilustrísimas autoridades.
Excelentísimo y reverendísimo señor obispo.
Un saludo especial al señor esclavo mayor de la Esclavitud del Santísimo Cristo de La Laguna.
Señoras y señores, buenas noches a todos.
Es para mí una alegría, un reto y, sobre todo, un alto honor haber recibido el encargo de pregonar las fiestas del Cristo de La Laguna de este año. Por eso quiero comenzar expresando mi agradecimiento al alcalde y a todos quienes han propiciado que me encuentre hoy aquí, feliz de poder compartir con ustedes sentimientos que tengo desde pequeño: amor por mi ciudad y devoción hacia la imagen del Señor. También, el deseo de que con las limitaciones y con la prudencia que nos impone una pandemia global podamos vivir estos días tan señalados en nuestro calendario. En el calendario oficial, pero especialmente en el calendario de los recuerdos y de los sentimientos colectivos y personales.
Todos nosotros —en cada casa y en nuestro propio entorno— hemos ido componiendo a lo largo de nuestra vida un programa de actos íntimo. Los niños todavía no lo saben, pero cuando pase el tiempo sentirán una emoción inesperada al escuchar las campanas del santuario repicando desde el primer día de septiembre, al comprobar que las banderas ya ondean alegres en los portales y en los arcos o al ver pasar una procesión —quizá no buscada— por el mismo sitio en el que solían verla cuando de pequeños iban de la mano de quienes ya no estén.
No es necesario que el Ayuntamiento tenga previsto que la próxima vez —y ojalá sea pronto— que un 14 de septiembre por la noche el Cristo suba la calle de la Carrera hacia a la torre de la Concepción a uno le sorprenda una traca de recuerdos de la infancia. Y nos puede suceder lo mismo ante una ventana cerrada a la que ya no se asome nadie, con el último cohete o al regresar de la plaza por calles desacostumbradas, con otro rumbo, en otras compañías. O solos.
Esta es la fuerza del rito. Este es el poder de los recuerdos, dispuestos a asaltarnos al doblar cualquier esquina. Y esto merece, por supuesto, ser pregonado. Aunque este año afrontemos unas fiestas distintas, excepcionales y abreviadas debido a la COVID-19. Aunque sepamos ya que algunos actos tradicionales no se celebrarán y que otros vayan a tener lugar de forma diferente. Pero celebraremos la festividad del Cristo un año más; y ya superan los cuatrocientos. Es una gran noticia que se nos convoque de nuevo y que podamos vivirlo.
No debemos soltar el hilo de la historia y de la tradición. Un hilo sostenido por nuestros antepasados, quienes vivieron también tiempos difíciles y aún así celebraron las fiestas. Hemos heredado esta responsabilidad. En un reciente ensayo, el filósofo coreano Byung-Chul Han plantea una emocionante defensa del valor de los rituales, amenazados por el sistema capitalista que somete a la producción todos los ámbitos de la existencia. Los rituales dan estabilidad a la vida y «transforman el estar en el mundo en un estar en casa. Hacen del mundo un lugar fiable». También nos recuerda Antoine de Saint-Exupéry, el autor de El Principito, que «los ritos son en el tiempo lo que la morada es en el espacio».
Para muchos de nosotros estas reflexiones cobran sentido pleno cuando nos referimos a las fiestas de septiembre y a la ciudad de San Cristóbal de La Laguna, nuestro hogar. Reconocemos casi como familia a quienes la habitan. Y valoramos como propios y entrañables aquellos elementos que le dan forma: su arquitectura, sus calles anchas, sus callejones y sus plazas, los caminos que recorren el campo cercano…
También su cadencia, sus estaciones y su clima. La bruma y la llovizna que, según nuestra paisana María Rosa Alonso, le dan, a veces, el aspecto de una ciudad nórdica. O el sereno que tantas mañanas se resiste a abandonar las aceras de sombra y el sol del mediodía que suele acompañar al Cristo cuando regresa al santuario. Una fuerza misteriosa nos liga a este lugar, hayamos nacido aquí o no; y sus rituales —compartidos o simplemente contemplados— refuerzan un sentimiento de comunidad.
Pero ¿tiene sentido exaltar lo ritual un año que, ya lo sabemos, no vamos a vivir o a revivir tantas costumbres? Quizá precisamente por eso sea el momento adecuado para detenernos, mirar hacia atrás y vislumbrar el futuro. Lo que estamos pasando nos invita a recapitular, en dos de sus acepciones: recordar y volver a pactar, organizar de nuevo. Es inevitable que a partir de ahora y al menos durante un tiempo se impongan ciertas variaciones, también en la forma de disfrutar estas fiestas.
Esto no debe asustarnos. Tradiciones que hoy nos resultan inamovibles tuvieron un origen y han experimentado cambios con el paso del tiempo. En buena medida, nos identificamos con ellas porque son una creación común, porque han incorporado aportaciones generación tras generación, como si transformar fuera la única garantía de pervivir. Este delicado equilibrio entre mantener la fidelidad a lo esencial y, a la vez, estar abiertos a acompasar lo antiguo a lo nuevo siempre es un reto. Ahora, además, es imperativo.
Comprenderán ustedes que de un historiador, como yo, será mejor esperar recuerdos que pronósticos. Y no tanto mis vivencias como las de quienes nos precedieron hace siglos como moradores de este hogar, como vecinos de esta ciudad. Por pequeño que sea, cada testimonio que se recupera es como un hallazgo arqueológico que nos permite comprender mejor el pasado. Estos documentos son vestigios, restos milagrosamente encontrados entre las ruinas de la historia. La propia imagen del Cristo lo es, pues se salvó de la inundación que afectó al convento franciscano en 1713, del incendio que lo destruyó en 1810 y de la desidia con la que durante un periodo, décadas más tarde, permaneció en su nuevo santuario. Hasta tal punto que el sacerdote José María Argibay, mayordomo de la capilla, llegó a lamentar que «Nuestro Señor muere como ha nacido: en un establo».
Conviene que advirtamos que, a pesar de lo que se ha investigado, la historia del Cristo de La Laguna presenta todavía interrogantes fundamentales y ángulos ciegos. Sin ir más lejos, sobre su propio origen. No se discute ya su procedencia de los antiguos Países Bajos meridionales, pero no se sabe exactamente cuándo, en qué lugar ni por quién fue hecho. Tampoco se conoce en qué momento y en qué circunstancias llegó a la isla. Estas incógnitas han propiciado desde hace siglos leyendas tan atractivas como fabulosas.
Varias versiones sostienen que fue labrado por ángeles y que llegó a Tenerife gracias al arcángel san Miguel. Otro relato identifica como autores nada menos que al evangelista Lucas, a José de Arimatea y a Nicodemo, los discípulos secretos de Jesús que ayudaron a desclavarlo y a descender su cuerpo del madero. Para unos llegó desde Damasco, para otros desde Jerusalén, con escalas en Egipto, en Venecia, en Barcelona, en Sanlúcar de Barrameda… Pero volvamos a la historia. Y lo que dice la historia es que al Cristo lo hizo La Laguna.
Parece claro que su devoción comenzó entre un grupo de mujeres que vivían en clausura. En estos tiempos lo entenderemos mejor si decimos que estaban confinadas. Me refiero a las monjas claras, que entre 1546 y 1577 habitaron en el Monasterio de San Miguel de las Victorias —el actual santuario del Cristo— mientras se construía su propio convento. Fray Luis de Quirós, que publicó en 1612 un libro sobre los milagros atribuidos a la imagen, nos cuenta que una de ellas, sor Almerina de la Cruz, vio dos noches que del pequeño altar en el que estaba entonces el Crucificado «salía tanta claridad y resplandor como si allí estuvieran encendidas muchas hachas», es decir, muchas velas.
A partir de entonces la importancia de la efigie fue creciendo en un proceso complejo que todavía no conocemos del todo, pero sí suficientemente. En 1576 consta por primera vez que el Cristo salió a recibir a la Virgen de Candelaria, trasladada en rogativa hasta La Laguna debido a la falta de agua. En 1588, hace ya 432 años, empezó la que es una de las tradiciones vivas más antiguas de la ciudad, la procesión de madrugada del Viernes Santo. Y en 1607 la procesión del 14 de septiembre amplió su recorrido. Hasta entonces el trayecto era corto. Dice un documento de aquel año que daba una vuelta hacia la ciudad por el ejido, un espacio cercano al convento que se había reservado para el pasto del ganado mayor. Pero el cambio sustancial no fue su alargamiento, sino que desde ese lejano año de 1607 con motivo de la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz el Cristo entra en la ciudad y transita sus calles.
El Señor y La Laguna están unidos desde entonces. Su biografía y las de sus vecinos se confunden. Pero no solo sus fechas oficiales, sus acontecimientos. Son las vivencias íntimas y compartidas las que nos ha traído hasta aquí, un año más. En realidad, la historia del Cristo es la suma de cientos, de miles, de pequeñas historias. Muchos de nosotros podríamos escribir simbólicamente nuestro propio capítulo a partir de recuerdos personales, de lo que nos han contado y hasta de lo que insospechadamente podamos averiguar. Les invito a que lo hagan.
A mí me ilusiona saber que uno de mis abuelos del siglo XVI, hace doce generaciones, fue un labrador llamado Juan Freile, que resulta ser el primer cofrade del Cristo de quien se conoce su nombre. Además, su testamento del año 1589 incluye la noticia más temprana sobre la existencia de aquella cofradía, formada por hombres y mujeres, de toda condición.
Sin duda, entre ustedes habrá descendientes de algunos de tantos devotos anónimos entre quienes se recogían limosnas en el campo, tanto en Tenerife como en el resto de las islas, especialmente en Gran Canaria, Lanzarote y Fuerteventura. A veces eran monedas, pero otras veces se entregaba cereal, mosto, baifos, cabritos, corderos, habas, fruta pasada, papas inverneras y papas veraneras. A lo mejor una de nuestras remotas abuelas acudió en romería al santuario y entró de rodillas con una vela en la mano, como consta que se hacía ya hace cuatro siglos; o descendemos tal vez de uno de los niños cuyos padres ofrecieron como promesa su peso en dinero y en trigo; o de alguien que compró una rifa, de las que se vendían la víspera de la fiesta en la plaza, donde se montaban tiendas, juegos y ventorrillos cuyo producto se destinaba también a sostener el culto.
Es posible que fueran antepasados nuestros personas como Francisco, un negrito de Caracas; una tal Luisa, que vivía en Ofra, o unas mujeres de Geneto cuyas humildes limosnas fueron registradas en los libros de la Esclavitud. O acaso procedemos de Luis Perdomo, que envió cacao desde Venezuela; de Juana Suárez, que estando enferma hizo promesa de velar dos días en el santuario y de poner ante el Cristo una candela de su propia estatura; de Pedro Medina, que agradecido por haber mejorado de una enfermedad remitió diez pesos desde La Habana; de Cristóbal González, que sacó cuarenta reales «cantando por las puertas en las Pasquas»; o de Pedro el tonelero, que cruzó el Atlántico para entregar en el santuario veinte reales dentro de una alcancía que trajo desde Campeche, en México.
Lo cierto es que hay muchas noticias sobre esas alcancías que con la imagen pintada del Señor viajaban por diversos lugares de América, particularmente en el Caribe. Hasta allí se embarcaban también para recaudar fondos para el culto del Cristo frasquitos de vidrio con aceite de las lámparas que ardían delante de la imagen, hilo de coser que se recogía por las casas, barajas de naipes, higos, pipas de vino y de aguardiente…
Todas estas limosnas ayudaron a enriquecer y a mantener muchas de las espléndidas alhajas del Cristo, realizadas en Tenerife con plata llegada de América, de las que por fortuna se conservan las principales. El altar-tabernáculo, la peana procesional, las cruces, las lámparas o los candeleros no solo expresan la generosidad de los devotos adinerados y los desvelos de la Esclavitud, que desde 1659 cuida el culto del Señor. En un documento del siglo XVIII sus miembros expresaron que les habría gustado «tener todas las minas del Potosí para rendirlas en obsequio de nuestro Amo». Las pequeñas ofrendas, la contribución cotidiana de devotos de toda condición, demuestra que, aunque su hermandad solo contaba con treinta y tres miembros, toda la ciudad era esclava del Cristo.
Así se entiende que desde los últimos años del siglo XVI se recurriera institucional y colectivamente al Crucificado con motivo de necesidades diversas y que con su imagen se celebraran novenarios y procesiones de rogativa para propiciar la lluvia durante periodos de sequía, contra plagas de langostas, implorando la salud en tiempo de epidemias o pidiendo que las islas quedaran libres de ataques enemigos. Los documentos de archivo con los que contamos sobre esto son muy numerosos y entre ellos merece que nos refiramos justamente ahora a algo que sucedió hace casi tres siglos, durante la primavera de 1741.
Entonces se acudió al Cristo para que, nos dicen los documentos, «aplacara la epidemia universal que padeció la república». Y dice república porque esta era la forma de llamar entonces a la cosa pública, a la comunidad. Una comunidad que era víctima, como hoy, de una peste, y que se manifestó, según los términos médicos utilizados en aquella época, en «afectos catarrales, tabardillos y costados». Fue tan grave que llegaron a oficiarse solo en La Laguna veinte entierros al día.
Cuando leemos las actas de sesiones del antiguo cabildo, con sede en la ciudad y que durante siglos fue el único ayuntamiento de la isla, hay aspectos que nos resultan familiares y actuales, a pesar del tiempo que ha pasado. Por ejemplo, la crisis sanitaria de 1741 afectó sobre todo a los más desfavorecidos. Las actas dicen que morían muchas personas no solo por la epidemia, «sino también por nesesidad que muchos pobres tenían, con lo que se les aseleraba más la muerte». Para evitar los contagios y los fallecimientos se activó lo que hoy calificaríamos como un protocolo de emergencia y solidaridad. El cabildo entregó dinero y trigo, dispuso que se recaudaran limosnas entre los vecinos y también instó a los párrocos a que pidieran donativos. «Y quando no vbiera quien hiciese esta tan piadosa obra —según recoge un acta— benderían las lámparas de sus yglesias». Es decir, en este momento de crisis se consideró justo y apropiado que la plata de aquellas lámparas se convirtiera en pan para quienes lo necesitaban.
Además del plan de ayudas, se creó un comité de expertos, en palabras de nuestro tiempo pandémico. Se designó al médico irlandés Domingo Madan, establecido en el Puerto de la Cruz, para que junto a otros de la ciudad «confieran y consulten si bienen en conosimiento de la causa desta enfermedad, para que resuelban los remedios más adecuados». No faltaron las medidas preventivas, no solo el confinamiento de las tripulaciones de algunos navíos llegados al puerto de Santa Cruz, sino también de todas las personas que hubieran estado en contacto con posibles infectados.
Y, por supuesto, una vez más se pidió la protección divina, a través de la imagen del Cristo. Los enfermos comenzaron a sanar tras la celebración de diversos novenarios en las dos parroquias de la ciudad. Así lo recoge un relato de aquel año, por el que sabemos que «a la buelta para su yglesia todos los vezinos de la ciudad asistieron sanos a la processión, la que se hizo con muchos festejos, músicas y fuegos». Es decir, todos los vecinos recuperaron la salud y pudieron acompañar con alegría a la imagen cuando volvió a su santuario.
Podrían citarse otros muchos episodios semejantes en los que el Cristo socorrió a La Laguna. Recordarlo ahora nos da consuelo y esperanza: a lo largo de la historia nuestros antepasados tuvieron que afrontar trances y adversidades y se sintieron favorecidos por Él. Además de orar y de celebrar rogativas, se confió en el poder taumatúrgico de lo que estaba vinculado y en contacto con la escultura. Por ejemplo, las personas se untaban el aceite de las lámparas y algunos llegaban incluso a bebérselo. A quienes estaban doloridos se le acercaban objetos considerados reliquias, como los clavos y pequeñas cruces de madera hechas con la primera diadema o soleo que llevó el Crucificado sobre su cabeza.
En el museo del Monasterio de Santa Clara se expone una de las obras que mejor demuestra el éxito de la devoción hacia el Cristo. Me refiero a la primera cruz sobre la que estuvo clavada la imagen. Se trata de una cruz cuyo tamaño ahora es inferior al original porque los devotos se fueron llevando trocitos y astillas al atribuírseles también facultades milagrosas. Para evitar que se siguiera desmembrando, en 1724 se pintó en ella un retrato del Crucificado y se colocó en un lugar inaccesible.
Otras reliquias que se conservan de esos tiempos son dos velos, entre los muchos que tuvo la imagen. Pronto se podrán admirar, junto con otras obras de arte restauradas, en las salas de exposiciones que la esclavitud prepara junto al santuario. Precisamente, uno de aquellos velos sirvió para sanar hasta dos veces a un hijo de aquel lejano abuelo mío, Juan Freile. Lo sabemos porque fray Luis de Quirós escribió la crónica de estos milagros en su libro. No me resisto a citar uno de esos pasajes costumbristas, que bien podría ser la escena de una novelita del siglo de Oro.
Tomasina Merino, en su casa cercana al convento, quizá en la calle del Agua, acaba de poner sobre la cabeza de su hijo el velo del Señor que le ha traído un fraile franciscano. El cronista Quirós nos dice: «De ahí a un poco llamó a la madre, que estaba haciendo un medicamento que los médicos le habían mandado aplicar, y ella vino con sobresalto entendiendo se estaba muriendo. A lo cual dijo el enfermo se le había ya aplacado el dolor y se sentía bueno. Esto era un sábado y el domingo siguiente se levantó y fue al Convento de San Francisco a dar gracias al Santo Cristo por la merced que le había hecho».
¿Cuál era la función de estos velos? La escultura del Crucificado no estaba siempre visible, sino cubierta por telas en su hornacina e incluso en su paso. Era como el telón de un escenario teatral, que solo se retiraba si la ocasión lo merecía: durante los cultos y las procesiones y también de forma extraordinaria si se solicitaba expresamente. «Por ver al Señor», así se refieren algunos documentos a las limosnas que los devotos aportaban con este fin. Merece la pena que hagamos el esfuerzo de tratar de imaginarnos lo que esto suponía. La imagen reforzaba así su misterio y su atractivo, como todo lo que se esconde y no depende solo de nuestra voluntad.
Las referencias más tempranas indican que el Cristo ni siquiera tenía velos en su pequeño altar. A pesar de estar sin cubrir y de parecernos ahora inexplicable que su belleza no conmoviera a quienes lo tenían a la vista, tuvo que manifestarse de forma extraordinaria para llamar con resplandores la atención de sor Almerina. Y es que no siempre vemos lo que tenemos ante los ojos, lo que se nos presenta como evidente. En uno de los pasajes más conocidos de El Principito, el zorro descubre al niño un gran secreto: «Lo esencial es invisible». O, por decirlo de otra forma: tenemos la capacidad de ver de otra manera.
Pensemos, por ejemplo, en lo natural que nos resulta cerrar los ojos en la intimidad, cuando hay confianza y nos abandonamos. Cerramos los ojos para ver más allá, para abrirnos a otras contemplaciones: ante Dios, ante la persona amada, incluso ante la naturaleza. Frente al mar cerramos los ojos para tratar de contener su hermosura. Este signo de recogimiento es propio de la oración y de la meditación, casi tanto como el silencio. Los párpados son entonces nuestros propios velos.
Por eso, tal vez nos resulte ahora más sencillo comprender que uno de los primeros signos de que la devoción a aquel Crucifijo comenzaba a tener éxito fue la colocación de velos en su altar. En 1580 Catalina de Baena dispuso en su testamento que se entregasen nueve varas de tafetán negro de las que se tejían en su propia casa para hacerle uno. A partir de entonces fue normal que cuando se fundaba alguna celebración en honor de la imagen se indicara que con ese motivo debían retirarse las telas que lo reservaban habitualmente, que el Cristo debía descubrirse.
Ocultar la imagen animaba la devoción, aumentaba su carácter enigmático y convertía la posibilidad de verlo o de tocarlo en algo excepcional. Este deseo se ha mantenido hasta nuestros días con el besapiés, una de las tradiciones que la pandemia ha obligado a suspender. Quizá sea difícil que se recupere esta costumbre tras los descendimientos de la efigie. Es otro vestigio de una devoción centenaria que nos liga con quienes han vivido aquí antes y mucho antes que nosotros. En el siglo XVIII la Esclavitud decidió durante unos años realizar esta ceremonia de forma privada para evitar los disturbios que se producían, debido a que los asistentes se daban prisa para llegar primero. Pero pocos años después —dice el documento— «atendiendo a los clamores de todo el pueblo y el desconsuelo universal de sus habitadores» volvió a celebrarse como antes.
Como testimonio histórico y simbólico pienso que tiene mucha fuerza que los pies del Señor, tocados y besados durante siglos, se hayan conservado envejecidos, ya que durante su restauración realizada entre los años 2011 y 2012 se optó por no restituir el color que la esperanza y la devoción habían ido desgastando.
Esos pies descalzos no entrarán este año en la ciudad, como cada mes de septiembre desde hace más de cuatro siglos; se quedarán en su santuario, que tan cerca estuvo de la laguna. Es por esa cercanía por lo que me gusta pensar que el Cristo fue primero de la laguna, con minúsculas iniciales, y luego de La Laguna, con mayúsculas. Como el mismo Jesús de Nazaret, predicó antes en las orillas de un lago, anduvo por los caminos antes que por las calles y se manifestó primero a los humildes vecinos del barrio de San Francisco que a todos los demás, aunque tuvieran poder y riqueza.
Recordemos aquella procesión que no entraba en la ciudad, sino que transcurría por el ejido. Aunque haya pasado el tiempo no nos cuesta mucho comprender que entonces se considerara que el convento, el santuario, estaba fuera y que lo que hoy llamamos la plaza y entonces el campo de San Francisco marcaba una frontera entre lo rural y lo urbano. A espaldas del monasterio corría un canal de drenaje de «la laguna del agua», así se llamaba entonces para no confundir su nombre con el de la población.
Cristo de la laguna —con minúsculas— y de la tierra mojada. Cristo del llano, de la vera y de la vega; de la dehesa y del ejido. Cristo de los caminos de barro y de los muros de piedra seca. Cristo de las trebinas y de las tederas. Cristo del trigo y de las viñas, de los perales y de los manzanos. Cristo de las eras en las que se trillaban las cosechas. Cristo de las vendimias. Cristo buen pastor de los bueyes y de las vacas, que en La Laguna del siglo XVII tenían nombres como Limón, Madroño, Romero... Flamenca, Estrella, Sevillana, Galana… Cristo protector de los sembrados. Cristo de septiembre que remediaba con lluvia las sequías y empujaba las langostas hasta el mar…
No ha dejado de ser el Cristo de la laguna del agua y de la tierra labrada por las yuntas. Todavía hoy, en dos puntos del recorrido de la procesión de la octava, el día que empieza el otoño, el paso se vuelve hacia la ciudad antes de regresar al santuario. El Señor deja las calles y vuelve, simbólicamente, con sus pies desnudos a los caminos de tierra: al ejido, a la orilla, al altar pequeño sin velos en el que solo sor Almerina de la Cruz supo verlo entre resplandores. Acaban las fiestas con los fuegos y empieza el año nuevo de La Laguna. Es el momento de dar gracias y de traer a la memoria, al corazón y al alma unos versos de Rainer Maria Rilke: «Señor, ya es tiempo. Grande ha sido el verano. Tiende tu sombra sobre los relojes de sol y desata los vientos por el campo».
Muchas gracias.