Excmo. Sr. D. Antonio Castro Cordobés

“Con licencia del alcalde y el concejo…”

sí comenzaban los anuncios oficiales que, por mandato de la autoridad competente, se hacían en los reinos de Castilla y ultramar. Acudo a la vieja fórmula y me permito,

por razones de estricta justicia, anteponer al saludo protocolario los sentimientos personales que me embargan esta tarde.

En primer lugar, mi reconocimiento al Alcalde y a la Corporación Municipal del Excelentísimo Ayuntamiento de La Laguna, por brindarme el inmenso honor de proclamar las solemnes fiestas que afaman, aún más si cabe, a una ciudad de brillante y esforzada historia, y a una población que en todo momento, ha sabido y sabe estar a la altura de tan sugestivo escenario vital.

Tras la gratitud, manifiesto mi orgullo por ocupar, con la mejor voluntad y la mayor osadía, una tribuna prestigiosa por la que han desfilado, con memorable éxito, artistas e intelectuales, políticos y escritores, científicos relevantes y profesionales de distintas disciplinas, cuya sola mención oscurece, la presencia de quien les habla.

Excelentísimo señor Alcalde y miembros de la corporación municipal; excelentísimo y reverendísimo señor Obispo de la Diócesis Nivariense; excelentísimas e ilustrísimas autoridades civiles, militares, eclesiásticas y consulares; dignísimo señor presidente de la Junta de Hermandades y Cofradías; honorables Esclavo Mayor, Junta de Gobierno y Hermanos Esclavos de la Pontificia, Real y Venerable Esclavitud del Santísimo Cristo de La Laguna; representantes de las instituciones sociales y culturales que asisten con ritual puntualidad a esta cita; fieles de la venerada imagen, cuya celebración hoy nos convoca; amigas y amigos laguneros, que con su amor y celo de cada día, engrandecen su lugar de nacimiento y residencia; señoras y señores; a todos quiero agradecer su asistencia y la amable atención.

Para la Real Academia de la Lengua, “pregón es la promulgación que, en voz alta, se hace en sitios públicos de una cosa que conviene que todos sepan”. La definición justifica el acto, pero hace innecesaria la presencia del pregonero, que sólo puede hablarles de la hermosa noticia de septiembre, cuando todos los caminos de Tenerife y de Canarias, los caminos de la tierra y de la mar, llevan a la Muy Noble, Leal, Fiel y de Ilustre Historia Ciudad de San Cristóbal de La Laguna; sólo puedo manifestarles, con personal emoción y máximo respeto, la convocatoria de las seculares, cultas, alegres y piadosas fiestas del Jesús Crucificado que tomó, por apellido y divisa, la noble urbe que lo acoge y ama, que lo cuida y reverencia desde hace medio milenio.

Existe otra acepción del término y trata el pregón como “la alabanza hecha en público de una persona o cosa”. Me acojo a este segundo valor para agradecer la afectuosa presentación del señor Alcalde. Fernando Clavijo habló desde la amistad y el afecto; y en la política, que tiene tantos modos y medidas como la vida misma, la amistad y el afecto son valores de buena ley, pruebas de nobleza de quien las da y que obligan a la justa corresponden- cia, en cualquier instancia y momento, a quien las recibe.

Alabo en público, desde la modesta legitimidad de haberla habitado, como tantos otros canarios, a la primera ciudad tinerfeña, nacida bajo los códigos del urbanismo renacentista, emplazada en un llano privilegiado y fértil, donde las huellas y las heridas de las viejas batallas dieron paso a las industrias y los oficios de la paz.

Fue la primera ciudad atlántica sin castillos ni murallas; la salida y la meta de todos los caminos reales; la encrucijada económica y comercial de la isla más extensa y poblada. La dinámica de la historia le dio perfiles propios, características valiosas que se exportaron a un mundo en expansión y que le valieron, en 1999, el preciado título de Patrimonio de la Humanidad. Modelo de tantas poblaciones americanas, La Laguna, como expresó el Premio Nobel Vicente Aleixandre, “evoca a muchos lugares, pero sólo se parece a sí misma”. Esa singularidad, presente en la literatura viajera sobre la primitiva capital, es su más relevante definición.

Y la compartieron, desde el siglo XVI, el comerciante Thomas Nichols y el misterioso Edmond Scory, el fraile Alonso de Espinosa, autor del primer libro dedicado íntegramente a Canarias y el ingeniero Leonardo Torriani que, además de una precisa narración, trazó magistralmente la perfecta urbanización original, respuesta al ideal de ciudad plasmado por Thomas Moro en “Utopía”.

El modelo se trasplantó a las Tres Américas, pero aquí, en la población franca y hospitalaria, pensada y mantenida para la labor y el gozo, la naturaleza y el clima le dan acentos y matices propios. Particularidades que se reflejan en las calles rectas y amplias, capaces de albergar mansiones hidalgas, casas modestas, tiendas y talleres artesanos que, según la extracción social de sus habitantes, contienen patio, jardín o huerto; los templos grandes y lujosos, promovidos para una población en crecimiento y ejes de los nuevos y armónicos segmentos ciudadanos; los conventos espaciosos, para atender las labores de enseñanza y las obras de misericordia; los cenobios de clausura, para el recogimiento y la contemplación; las plazas grandes o recoletas, para el comercio y el trueque o para la fiesta regular o extraordinaria.

A cualquier persona con sensibilidad le resulta fácil y gratificante elogiar la ciudad tendida en un llano amable, entre flancos verdes, montes con nombres de virtudes – Las Mercedes, La Esperanza – y con el respaldo colosal del Teide, justo Patrimonio de la Humanidad, que vigila en la distancia la comarca donde comenzó la crónica europea de Tenerife, la isla de más tardía y difícil conquista y la que, con mayor y prontitud y vigor, se incorporó a los pulsos de la nueva era.

Confieso, como tantos otros canarios, una irresistible atracción por una ciudad, que ajena a tópicos despechados y prejuicios aldeanos, ha sabido responder con dignidad y holgura a todos los desafíos que se le presentan a una comunidad viva, consciente de sus méritos y dueña y señora de su destino.

La realidad, que es rotunda y tozuda, demuestra su vitalidad con ritmo y estilo propio; con la relevancia de su crónica azarosa y brillante; con el peso específico que tuvo desde su nacimiento y que mantuvo contra las dificultades de toda naturaleza acaecidas en sus largos quinientos años de edad. Y, con lo que resulta más genuino y admirable: “su personalidad diferenciada, en el concierto  del  Archipiélago  y  del estado”.

La Laguna nunca se ancló en la nostalgia, aunque los hombres y los pueblos tengamos, por bíblica condena, mentar el tiempo perdido. Su ambición de futuro se mostró desde sus orígenes, cuando en sus lejanas mocedades apostó por la educación y la cultura, antes que cualquier otra ciudad, y con más vehemencia y constancia que ninguna.

La crónica de su vocación universitaria, inaugurada en el vetusto monasterio de los padres agustinos; los episodios del logro, suspensión y recuperación de los estudios superiores, son timbres de gloria, que reflejan el verdadero espíritu de sus habitantes y el servicio impagable que esta ciudad, especial por tantos y tan diversos motivos, prestó y presta eficazmente, a nuestro archipiélago.

Esta pujante comunidad defiende con firmeza y honor, sin ruidos ni aspavientos, sus tradiciones; bebe en los fastos del pasado y no consume ilusiones ni energías en el ejercicio inútil de la melancolía. Que nadie se equivoque; que nadie prolongue, por interés o costumbre espuria, el cliché de la población quieta, ensimismada, resignada. Aquí la historia no se paró en los cronicones sino, por el contrario, se hace y crece cotidianamente.

La Laguna se inspira en sus valores, se reinventa en sus activos para afrontar el porvenir, que es lo que siempre le ha importado, que es lo que realmente importa. Para demostrar esa evidencia, sólo hay que contemplar la imaginativa, valiente  y laboriosa recuperación de su espléndido casco histórico, ganado para el comercio, los servicios y el ocio para recreo de propios y foráneos.

Para sentir su vitalidad y su pulso, solo tenemos que recorrer, con atención informativa, los polos de desarrollo, las áreas industriales y de servicios que crecen en su activa periferia.

Obra en marcha y sanamente interminable, que exige esfuerzos y aportaciones de todos y en todas las direcciones. La historia contemporánea de Canarias tiene aquí, en la ciudad que nos acoge, espejos en los que mirarse, ejemplos para imitar, ingenios, riesgos y sacrificios para repetir en muchos lugares de nuestra dispersa geografía.

Desde la posición parcial del adolescente que realizó aquí sus primeros estudios universitarios; vivió los tiempos marcados por el calendario escolar y el paso de las estaciones, que tienen en este privilegiado espacio climas y rasgos propios; expreso sin reservas mi afecto a la ciudad cordial y hospitalaria que no adjetivó jamás el origen de quienes llegaron a ella en busca de las oportunidades que aquí se ofrecían; estudiantes y trabajadores a los que nunca se les regatearon los trabajos y los ocios y que, en cabal correspondencia, se sintieron laguneros.

Repartidos por todas las islas, por España, América y Europa existe una multitud de laguneros adoptivos vocacionales, que sienten está tierra en las entrañas de su memoria, en los escalones decisivos de su existencia, porque, como manifestó un egregio viajero del Siglo de las Luces, cuando la ciudad bullía entre tradiciones añejas e inquietudes ilustradas, “quien la vio un día jamás la pudo olvidar, quien la sintió una vez se la colgó en el alma para siempre”.

Aquí está, y me irrogo un sentimiento compartido y manifestado con todos los dejes del habla canaria, una parte sustantiva de nuestras vidas, un caudal de recuerdos inolvidables, una legión de amigos ganados en la juventud y para siempre, un ramillete de maestros que orientaron nuestra vocación y nos aportaron, además del conocimiento de las materias de una carrera universitaria, las herramientas morales para cimentar nuestras biografías.

La Laguna significó, y aún significa, una estancia común para generaciones de canarios que entendieron, en una etapa decisiva de su vida, que existen claves de unidad por encima de las competencias y los pleitos territoriales; que existen signos de identidad serios y profundos, que son los que nos unen como pueblo y nos encaminan, más allá de los intereses inmediatos, hacia un destino común.

Desde el imaginario juvenil que hace propios los lugares donde se está, donde se vive, donde se trabaja y se sueña, recuerdo los rincones familiares y mágicos por donde, dentro de unas fechas, discurrirá la alegría y la solemnidad de la fiesta grande de Tenerife.

En la pasión del lagunero de vocación que alienta en mi persona, me resulta imposible entender La Laguna sin el Santísimo Cristo e imaginar a la impresionante talla fuera de este marco físico y espiritual. Esta excelsa representación de Jesús de Nazareth está hecha, por una suerte de milagro piadoso y artístico, para esta ciudad monumental y sencilla, culta y aseada, dedicada a los asuntos del espíritu desde la aurora de su historia.

En esa circunstancia está la gloriosa excepción que explica y singulariza a la conmovedora imagen, conocida y venerada en todas las islas, donde comparte devoción con las vírgenes patronas, con las advocaciones diversas de la Madre de Dios, que derraman su ternura y favores sobre los insulares.

El Cristo lagunero es el icono piadoso y artístico más conocido, admirado e invocado de todo el Archipiélago, porque como comentó el padre Quirós, su primer historiador, ya en el siglo XVI, “la gente que acude de todas las islas a esta fiesta es innumerable, y todos los demás días del año está la iglesia hecha un santuario, porque desde las mañanas hasta las avemarías nunca falta gente, que con gran devoción visita al Santo Cristo. Y muchas personas vienen descalzas, manifestando sus necesidades espirituales y corporales, y todas vuelven a sus casas con gran consuelo”.

En torno a esta obra singular, que sirve con espléndida calidad al asombro estético y a la devoción religiosa, existe una amplia literatura que atribuye a Fernández de Lugo su importación y entrega a los frailes franciscanos que le acompañaron en la conquista.

Desde 1520, con un breve paréntesis, cubierto por las monjas clarisas, los hijos del Pobrecito de Asís – el apóstol espiritual del Renacimiento – custodiaron y atendieron el culto del Crucificado, hasta este mismo año, cuando la carencia de vocaciones forzó su marcha. Es justo dedicarles en esta hora, un recuerdo agradecido como, con su proverbial hidalguía, han hecho los feligreses, la diócesis y las instituciones tinerfeñas.

En torno al origen de la prodigiosa imagen, no existen dudas. Los más reputados especialistas la adscriben al modelo nórdico que, nacido en los Países Bajos, en la plenitud renacentista y frente a los cánones clásicos recuperados en las repúblicas italianas, impuso una alternativa de sereno realismo en su cuerpo enjuto, en su cuidada anatomía, en su serena belleza.

El arte flamenco que, según nuestro prestigioso especialista y paisano Díaz Padrón, brilló especialmente en la pintura, conserva en nuestras islas – especialmente en La Palma, Gran Canaria y, naturalmente, Tenerife – una representación comparable a la de cualquier gran país centroeuropeo.

Y fue precisamente la obra de los grandes maestros – los hermanos Van Eyck y Roger Van der Weyden, principalmente – la base inspiradora de los escultores que, en unas décadas, pasaron de hacer una artesanía anónima y decorativa, a convertirse en excelsos creadores que impusieron un estilo y dejaron, como en el caso de nuestro Crucificado, ejemplos únicos que se exporta- ron a las naciones y cortes más poderosas del Viejo Continente.

La también llamada Lumen Canariense, la maravilla cristológica que encabeza la lista de tesoros muebles de esta ciudad, procede de Amberes que, con la expansión de su puerto, adquirió también el máximo relieve cultural y artístico.

El triángulo histórico de Sevilla, Amberes y Canarias, constituyó el nuevo eje de las relaciones entre Europa y América que, en sólo unas décadas, eclipsó la milenaria actividad de las plazas marítimas del Mediterráneo.

Cuando se unen un motivo piadoso de tanto crédito y arraigo y una excelencia artística de tal categoría, estamos, sin duda, ante un prodigio que supera las exigencias de la obra maestra; estamos ante una maravilla sin fronteras, ante una fusión misteriosa de fe y cultura, que más allá de las explicaciones, alerta las conciencias y mueve los sentimientos.

Esa percepción, común a los fieles sencillos y a los eruditos de la historia y el arte, es el valor supremo que trasciende la devoción y la admiración por el Santísimo Cristo, más allá de Canarias y de España, para convertirlo, junto a otros activos naturales y espirituales y aún por encima de ellos, en una bandera de paz, en una seña de identidad, en un referente de primera magnitud de la cultura occidental.

De sus valores artísticos existe una exhaustiva literatura; de su devoción y sus milagros quedan memoriales escritos y recuerdos agradecidos; de su magistral figura, se han hecho réplicas piadosas desde el siglo XVII; de su arraigo en el corazón del pueblo llano, isas alegres y parranderas que evocan sus fechas grandes de septiembre, y malagueñas hondas y sobrecogedoras que rompen, con reverente pasión, el silencio de la Procesión de Madrugada.

El Cristo está en todo y en todos. Ese es el mensaje primero del Nazareno que nos anunció, en tiempos duros y violentos, un Reino común y una Era de Gracia.

Finalmente, y además de lo dicho, resulta aconsejable desde la experiencia personal en política, desde las profunda convicción expresada en esta VII Legislatura del Parlamento de Canarias, hacer referencia a la necesidad de defender, buscar y consolidar el más justo y eficaz acomodo de Canarias en los marcos constitucional y europeo.

Los instrumentos legales y políticos que permitieron, hace tres décadas, el ansiado ejercicio de autogobierno y que dieron a todas y cada una de las islas, las mayores cotas de desarrollo de nuestra historia, resultan hoy insuficientes para afrontar las exigencias de un mundo globalizado, que nos ha mostrado sus inmensas posibilidades, y para superar una crisis financiera, que ha hecho mella en las instituciones y en los ciudadanos, especialmente en los sectores más modestos.

Para acometer esa renovación y reforma se precisan acuerdos de amplia base, consensos inteligentes, en aras de los supremos intereses generales. En ese camino, no exento de dificultades, de diferencias de fondo y forma, el sentido común, el impulso patriótico, la responsabilidad y la confianza en nuestras posibilidades se imponen por encima de cualquier otra circunstancia.

Más allá de nuestros gustos y posiciones está una realidad contrastada, incuestionable, que nos convierte en el espacio con las mayores diferencias del estado y de la Unión Europea. Ese hecho, lejos de ser un elemento de separación y de disputa, debe ser nexo de integración de una comunidad viva y diversa, que comparte, sin discusión la posibilidad de un destino común y próspero. En esa voluntad, en esa hoja de ruta, La Laguna es una parte sustantiva, luminosa e imprescindible para entender quiénes somos y qué queremos; para saber, en el primer tramo del siglo XXI, a dónde queremos ir y cuál es nuestro sitio.

Entiendan estas últimas palabras como “una plegaria civil al milagroso Crucificado”, que desde el supremo sacrificio de la muerte redentora, ha sido, desde hace medio milenio, el nexo integrador de sus convecinos laguneros, el faro de fe de Tenerife y de Canarias, el símbolo de paz y amor de los hombres de buena voluntad.

Por último, a este pregonero le toca, desde la fe y la amable gentileza de sus anfitriones, anunciar a los cuatro puntos cardinales las fiestas agradecidas en homenaje al Santísimo Cristo.

A La Laguna urbana y señorial, donde vive y por donde procesiona; a La Laguna montañera y campesina, que mantiene sus viejas tradiciones; y a la que se asoma al Atlántico, tras la mole de Anaga, donde el mar es más oloroso y sonoro; a la Vieja Aguere y a la Nueva; a Tenerife y a Canarias; a todos los lugares donde la prodigiosa imagen tiene conocimiento, memoria y gratitud; a todos y a todas anuncio, con emoción y orgullo, las seculares, brillantes y emotivas fiestas del Santísimo Cristo de La Laguna, el Hijo de Dios que vela por nosotros, nos cuida, acoge, perdona y alienta nuestros mejores afanes.

¡Felices fiestas.!

¡Muchas gracias.!