Excelentísimo Sr. Alcalde, Excelentísima Corporación Municipal, Excelentísimas e Ilustrísimas Autoridades, Señoras y Señores.

Las fiestas del Santísimo Cristo de La Laguna de 1996, cuyo pregón se me ha encomendado pronunciar, tienen una significación espe­cial, porque se celebran dentro del año correspondiente al quinto centenario de la fundación de la ciudad. De aquí que, aunque la función principal del pregonero sea la de poner de relieve las excelencias de esas fiestas, deba permitírsele que una parte importante de su pregón esté dedicado a los precedentes históricos de tan solemne efeméride.

En tal labor, no cabe duda que es imposible la originalidad, el decir cosas nuevas, pues la historia ya está escrita y nadie puede cambiarla. Casi con seguri­dad, anteriores pregoneros de estas fiestas, habrán acudido a esa historia para adornar su alocución, con referencias y citas. A pesar de esto, correré el riesgo de repetir lo ya dicho; pero creo que la ocasión lo merece, y al menos, habré logra­do traer a la memoria de los laguneros hechos y acontecimientos, que, aunque conocían, podrían tener olvidados, e ilustrar, a los que no lo son, sobre el origen de la Ciudad, y su desarrollo posterior.

No soy historiador, sino jurista; por ello, he de admitir desde el principio que mi pregón no tiene su base en la investigación personal de documentos que a los cr) historiadores caracteriza. Por el contrario, me he servido de las fuentes que estos usaron y plasmaron en sus libros y escritos. Los datos que voy a referir pueden ser encontrados en la abundante bibliografía que sobre el tema existe.

Sin embargo, si que soy lagunero, al igual que lo fueron mis padres, y lo es mi esposa y mis hijos. En esta ciudad se forjó mi personalidad, tanto en el aspecto humano como profesional. En efecto, aquí realice los estudios de bachillerato y, después, los universitarios en la Facultad de Derecho; preparé las oposiciones a judicatura, allá por los años 60, con el Ilustre Magistrado Don Agustín Azparren Gastambide, que residía en la calle Bencomo, frente a la Catedral, y más tarde, a lo largo de mi vida, nunca he perdido los vínculos con La Laguna, en la que conser­vo mi casa y mis amigos.

Creo, además, que soy lagunero "ejerciente", que procuro poner de relieve las excelencias de mi ciudad natal, cuando la ocasión lo permite; máxime, si por moti­vos profesionales, como es el caso, trabajo fuera de ella, en la Península.

Esa condición se ve fortalecida por ser empedernido caminante, que no me he limitado a deambular por las bien trazadas calles y recoletos rincones de la ciu­dad, sino que la curiosidad ha dirigido mis pasos a los lugares y pueblos que la rodean: igual ascendiendo a sus montes, desde San Diego hasta la Cruz del Carmen, como recorriendo sus barrancos, desde San Mateo a Chinamada, rumbo a Las Carboneras, para allí, con un plato de ropa vieja y un pedazo de queso de cabra, beber el vino de Tesegre. En ese periplo, casi semanal, he gozado del frescor que se desprende de la laurisilva del monte de Las Mercedes, y que acoge tanto a la humilde jara, con sus variados colores, como al orgulloso bejeque; con el fondo musical que ponen con su canto el pinzón, el reyesuelo, el petirrojo y el canario; mientras el aire se embalsama con el incienso de la artemisia y el tajinaste.

Debe perdonárseme, por tanto, si en algún momento de este pregón procla­mo los encantos de La Laguna, pues no trato, en tono adulador, de alagar a nadie el oído, sino de expresar mis sentimientos, tal vez influidos por su procedencia.
Todo esto significa, que me siento muy honrado con la invitación que se me ha hecho, de pregonar las fiestas del Cristo, y doy las gracias a la Comisión de Gobierno y a su Alcalde-Presidente, ante tal distinción.
Puede decirse, y así lo indica Alejandro Cioranescu en su Guía, que la histo­ria de la Muy Noble y Muy Leal Ciudad de San Cristóbal de La Laguna, es en cierto modo la propia historia de Tenerife, pues su vida pública, su actuación política, su administración, y su cabildo pertenecieron a toda la isla.

La Vega de La Laguna, llamada originariamente Aguere, debió ser para los guanches dehesa y lugar de tránsito, más que asentamiento de su población, pues preferían la vida pastoril y tenían sus moradas en los barrancos, con sus cuevas y sus abrigos, que no existían en la altiplanicie lagunera, muy fría, con neblinas y con­tinuadas lluvias. Se encontraba rodeada de montañas cubiertas todas, en aquel entonces, de espesa vegetación, de las que descendían las aguas de manantiales que se depositaban en el llano, formando una laguna, que más tarde daría su nom­bre a la Ciudad, y que fue desecada en 1837, cuando se le dio desagüe a través del barranco por la Comandancia de Ingenieros.

Fue en esta zona donde se verificaron los primeros encuentros entre los inva­sores españoles y los indígenas. La primera vez, al subir aquellos desde Añaza, hoy Santa Cruz de Tenerife, hacia los llanos de Aguere, saliéndole al paso los principa­les caudillos guanches, en un punto que corresponde a la actual colocación de la ermita de Nuestra Señora de Gracia, negándose a aceptar las condiciones de ren­dición que exigían de ellos.

Es el 25 de julio de 1495 cuando el Adelantado Alonso Fernández de Lugo libró la batalla definitiva, cuyo choque más importante se produjo en el lugar en que se ha edificado después la ermita de San Cristóbal, pereciendo en el combate el rey de Taoro, Bencomo, y su hermano Tinguaro.

Terminada la conquista, bajo la idea medieval del derecho de apropiación de territorios de infieles por la mera ocupación, al considerarse tales territorios como deshabitados, por carecer de personalidad jurídica dichos infieles, surge la necesi­dad de su inmediata repoblación, pues se entiende que para tener por integrado un territorio a la Corona es necesario repoblarlo.

El instrumento legal utilizado para ello es el de repartimiento de tierras entre colonos, que conlleva la obligación de avecindarse, edificar casa, ocupar la tierra y traer a la familia, dentro de un plazo de tres años, transcurrido el cual sin haberlo efectuado se perdía el derecho.

La repoblación ofrecía, sin embargo, algunas dificultades, pues al desarraigo familiar que para los colonos representaba venir de la Península, se unía el que simultáneamente se había producido la reconquista de Granada, que por su cerca­nía era preferida por éstos. Así se pone de manifiesto en la reformación del repar­timiento hecha por Ortiz de Zárate en 1506, en el que consta que La Laguna posee unos 150 vecinos, frente a unos 180 el resto de la isla, excluidos los aborígenes. Poco a poco, no obstante, se va intensificando la población debido a ese sistema de repartimientos, que garantizaba al poblador que edificaba en la villa una segu­ridad y .garantía jurídica de su derecho de propiedad. Si a ello añadimos, la intro­ducción en la isla del cultivo de caña de azúcar, que atrajo a la ciudad a un patri­ciado que obtenía tierras en el campo, pero que vivía en La Laguna, se puede decir que la población era en 1561 de 7.220 habitantes, siendo la más importante de todas las islas.

La existencia oficial de la ciudad ya había empezado el 9 de julio de 1497, en cuyo día el Adelantado designa a los seis Regidores y a los dos Jurados que habían de componer el primer Ayuntamiento de la isla.

La Villa, nombre que se conservó en el uso popular hasta mucho tiempo des­pués de su elevación a Ciudad capital en 1521 por el propio Adelantado goberna­dor, contaba con una plaza castellana, llamada entonces Mayor o de San Miguel, presidida por las casas del Señor Adelantado y calle por medio de las del Consejo. Al cabo de un siglo, cuando tales casas se cedieron a los Dominicos, fueron demo­lidas para levantar el nuevo convento, hoy de Santa Catalina. Enfrente, al otro lado de la plaza, se fabricó una ermita a San Miguel, devoción particular de Alonso Fernández de Lugo, obra que tuvo que ser reconstruida varias veces en siglos pos­teriores. La destinaba a capilla sepulcral de su familia, pero luego optó por el con­vento franciscano de San Miguel de las Victorias, en cuya erección, sin duda tuvo la parte principal. En él depositó la imagen del Santo Cristo, que trajo de Castilla, que afortunadamente, y pese a los incendios que hubo de soportar tal convento, se conserva y goza desde entonces hasta la fecha presente de una especial devoción de los laguneros.

Desde un principio aparece diferenciada la Villa de Abajo, sede de las fami­lias más representativas, y la Villa de Arriba, residencia sobre todo de agricultores y menestrales, existiendo entre ambas un amplio espacio sin edificar, hasta que en 1515 se fabrica una segunda iglesia parroquial en lugar de la ermita de Los Remedios, poblándose totalmente este espacio, quedando La Villa ligada en un solo cuerpo. No obstante, pese a esta unificación, las diferencias sociales siguen produciéndose y son constante las rencillas, más dialécticas que de otro tipo, entre cf) los habitantes de una y otra parte de la ciudad.

El plano levantado por Torriani a finales del siglo XVI, muestra a la ciudad tan grande como el conjunto de viviendas. Se aprecian las calles rectas y paralelas; la del Jardín desemboca en el mismo borde de las aguas, lo mismo que las de San Agustín o Real y la De Fagundo. Los bloques de casas apretadas dejan ver las amplias huertas y la llamada Plaza de San Francisco es un erial con acequias; los arcaduces que traían el agua de las Mercedes, llegan a la calle del Agua.

Como Ciudad realenga en Canarias, cumple los tres papeles típicos de la urbe medieval. En efecto, es el centro administrativo más importante de su territorio, donde se ubican el Cabildo Municipal, el Gobernador y los oficiales más destaca­dos; es también lugar donde se produce una clara diferenciación del trabajo y en el que pronto aparece un artesanado de cierto relieve; y, por último, es centro de detracción de rentas campesinas, pues como ocurre con las ciudades andaluzas, hay un señorío urbano que vive en ella, pero que tiene sus propiedades en el campo de donde obtiene sus rentas. Por otra parte, la existencia de la ciudad gene­ra una burguesía que muy pronto se convertirá en la llamada oligarquía ciudadana, con absorción de oficios por determinadas familias, que suelen ser descendientes de los conquistadores o  mercaderes afincados de antiguo.

El derecho aplicable será la legislación real, siendo supletorio, el Derecho Común, con el sistema de fuentes previsto en el Ordenamiento de Alcalá. La pobla­ción aborigen no se rigió por un derecho especial dictado para ella, a diferencia de lo que ocurrió con los territorios conquistados en América, ya que su reducido número y su pronta asimilación lo hicieron innecesario. De hecho, tanto en los pro­tocolos notariales, como en procesos judiciales, como a través de resoluciones rea­les obrantes en el Registro del Sello, aparecen guanches interviniendo en testa­mentos, poderes, demandas e incluso fundación de obras pías.

En esta sociedad recién constituida, la religión siempre tuvo un papel pre­ponderante. Por ello, nada más acabar la conquista, fueron dadas órdenes por los Adelantados con el fin de crear templos y ermitas para fomentar el cristianismo. De aquí, que su bien trazado plano a cordel fue pronto jalonado por una importante arquitectura religiosa, de la que son pruebas aún perdurables las iglesias y conven­tos que actualmente posee la ciudad, encerrando todos ellos muestras de gran inte­rés histórico y artístico.

A lo largo de los siglos XVII y XVIII, como señala Cioranescu, "su posición como capital sigue siendo primordial y privilegiada, pués el auge de los puertos y lugares de la isla, favorecen el propio progreso de La Laguna y significa su creci­miento y poderío económico, la brillantez y civismo de la sociedad que la com­pone y el florecimiento del arte y de la cultura". Pedro Agustín del Castillo, Corregidor de Tenerife y _La Palma, desde 1763 a 1770, la describe como "ciudad de las bien acuarteladas de España, con calles anchas, derechas y vistosos jardines; las casas adornadas de frutales arboledas, por la natural humedad". Como señala Romeu Palazuelos, La Laguna en el siglo XVIII estaba más cerca de Francia e Inglaterra, que de algunas provincias españolas. Ante estas circunstancias, surge para gloria de la ciudad, aglutinando su fuerza de vida, un grupo de personas que supieron apropiarse el movimiento liberal europeo. Es la Tertulia de Nava, que dejó una huella imperecedera en la historia de la villa.

El siglo XIX, constituye, sin embargo, un tiempo de retroceso político y eco­nómico, al crearse los Ayuntamientos Constitucionales en 1833, que mermaron considerablemente su dilatado territorio municipal, y las fuentes de ingresos pro­venientes del resto de la isla. El último momento de su privilegiada posición puede situarse en 1808, cuando se crea en la ciudad la Junta Suprema de Gobierno de Canarias, que tenía por misión fortalecer la política nacional frente a ingerencias francesas.

No obstante, fue durante esta centuria, como pone de manifiesto Peraza de Ayala, cuando se establece en La Laguna el Real Consulado de Mar y Tierra de Canarias, que comprendía todas las islas, puertos y pueblos de la Provincia, bajo las reglas que, en número de cincuenta y tres, establecían sus competencias, orga­nización y funcionamiento. Además de sus funciones jurisdiccionales en materia mercantil, procuró el fomento de la agricultura, industria y comercio; cuidó espe­cialmente del ensayo de nuevos cultivos, protección de artesanos, aprendizaje de marinería, establecimiento de escuelas afines, y se interesó por el mejoramiento mercantil, y en particular por el comercio de América, que intenta desgravar de los O excesivos tributos que sobre él recaían. También contribuye con sus aportaciones  a la ejecución de distintos servicios y obras públicas relacionadas con la vida comercial, como el arreglo de caminos que unían la Ciudad con el puerto de Santa Cruz. El memorial de 1821, elevado por el Consulado Canario al Augusto Congreso Nacional, en el que se ponían de manifiesto las peculiaridades del Archipiélago en materia de comercio marítimo, fue el precursor de la Ley de Puertos Francos y del Regionalismo del Archipiélago.

También en esta época, comienza a fraguarse una Laguna Universitaria, si bien, en un principio, de una manera precaria e inestable, debido a las circunstan­cias generales de la política española. Tras una serie de viscisitudes de aperturas y cierres, por fin un Real Decreto de 11 de abril de 1913, creaba en el Instituto de Segunda Enseñanza una Sección Universitaria, con un curso preparatorio de Derecho y el primer curso de la Facultad de Letras, hasta que el 21 de septiembre de 1927 se dio principio a los cursos de la Universidad Canaria de San Fernando con tres Facultades completas de Ciencias, Derecho y Letras, que se instalaron, las dos primeras, en el edificio del antiguo colegio jesuita de la calle de San Agustín -actualmente ocupado por la Real Sociedad Económica de Amigos del País-, y la última en el edificio Lercaro, radicado en la esquina de enfrente.

El abatimiento del siglo pasado ha quedado atrás. El presente representa el nuevo relanzamiento de la ciudad, y frente a la nostalgia de nuestros predecesores que recordaban antiguas grandezas ya periclitadas, surge hoy una nueva población pujante, en constante actividad, que ya no se limita a una economía agrícola y gana­dera, sino que acusa una evolución hacia el turismo y el comercio; el primero favo­recido por la doble circunstancia de la proximidad del aeropuerto de Los Rodeos y el carácter monumental de nuestra ciudad, y el segundo, por el auge demográfico  impuesto por la Universidad, que atrae a la población estudiantil del Archipiélago, que ha contribuido a la formación de su ambiente intelectual, pero también alegre  y siempre joven.

Hoy podemos contemplar con orgullo como La Laguna, a la par que se mantiene viva en el cultivo de las letras, fomentadas por organizaciones tales como el Ateneo, la Sociedad de Amigos del País, no ha olvidado, ni el desarrollo de las artes plásticas que se exhiben en prestigiosas galerías, ni su pasión por la música, que se plasma en la existencia de numerosos conjuntos corales, desde el tradicional Orfeón La Paz, vencedor en muchas ocasiones en concursos de coros y cuerdas, pasando por los de voces blancas que se educan en diversos colegios, para llegar al mantenimiento e investigación de nuestro folklore, cual ocurre con grupos pres­tigiosos.

Pero es que, además, el aspecto institucional se ha cuidado igualmente por nuestros municipios. No debemos olvidar, el nuevo edificio en que se han instala­do los Juzgados de Primera Instancia e Instrucción, edificio que, aún mantenien­do una funcionalidad propia de los tiempos que corren, dotándosele de las más modernas dependencias, ha sabido mantener el estilo propio de la Plaza del Adelantado, en la que se encuentra construido. Eficaz también ha sido su labor en la conservación de nuestra arquitectura más representativa, como ha ocurrido, por citar algunos ejemplos relevantes, con la restauración de la Casa de Lercaro, en la calle de San Agustín, antigua sede de la Facultad de Letras, hoy dedicada a Museo de Historia de Tenerife; con la Casa de los Capitanes, en la calle de La Carrera, resi­dencia de varios Capitanes Generales de principios del siglo XVIII, dedicada en la actualidad a Centro Internacional para la Conservación del Patrimonio; con la Casa Montañés, también en la calle San Agustín, en la que hoy está instalado el Consejo Consultivo de Canarias, cuya restauración se acometió por el Gobierno de nuestra Comunidad Autónoma.

Siendo constante la preocupación por mantener el entorno histórico-artístico de La Laguna, no lo ha sido menos el de defender y ampliar sus zonas verdes y recreativas, que tanto han contribuido a que su aspecto urbanístico sea más atra­yente y haga más cómoda la vida en ella. Verdaderos pulmones de la ciudad lo constituyen los Parques creados recientemente, como son el de La Constitución, Los Dragos, o la mejora y conservación del Camino Largo, cuyas palmeras le con­fieren una personalidad especial, por el que han pasado ilustres escritores, como Unamuno, políticos relevantes, como el Presidente de la Segunda República, Azaña, artistas y pensadores que han visitado nuestra ciudad, y ha sido, como no, refugio de enamorados.

En este marco actual se van a celebrar las fiestas del Santísimo Cristo de La Laguna de 1996.

El Cristo es una espléndida imagen gótica cuya autoría se desconoce, aunque algunos historiadores de arte —entre ellos el Marqués de Lozoya, Galante y Azcárate— la clasifican como escultura de la escuela sevillana de la segunda mitad del siglo XV. Su procedencia también se ignora, y ha dado lugar a diferentes ver­siones, todas ellas caracterizadas por circunstancias milagrosas, que relata el Padre Quirós. La que ofrece más visos de realidad es la que narra que se trata de un rega­lo que el Duque de Medina Sidonia hizo al primer Adelantado y que aquel tenía en la ermita de la Vera Cruz de Sanlúcar de Barrameda, patronato de la casa de los Duques. La cruz actual, cubierta con chapa de plata labrada, es un regalo que hizo en 1630 Don Francisco Bautista Pereira de Lugo, señor de las islas de La Gomera y El Hierro. La cruz primitiva de madera en la que vino el Cristo a Tenerife se con­serva en el Convento de Santa Clara.

Muchos son los milagros que se atribuyen al Cristo en los casi cinco siglos que el Crucificado ha estado en la isla de Tenerife, y es de todos conocido que en las calamidades públicas se le hacían rogativas para ponerles fin, tanto para acabar con las sequías que se producían en la Ciudad, como con las plagas de langostas que la asolaban, o en tiempo de grandes epidemias. Numerosas curaciones se le atribu­yen y son relatadas por el Padre Fray Luis de Quirós en sus obras.

Los orígenes de la fiesta se remontan a 1607, a partir del cual y año tras año, para llevarlas a buen término, se nombraba a un personaje importante, avecindado en la Ciudad, al que se llamaba proveedor de las fiestas, siendo un gran honor tal designación, preocupándose siempre de que la suntuosidad de los actos fuera mayor que la de su predecesor.

En 1659 se funda la Venerable Esclavitud del Santísimo Cristo de La Laguna, cuyo Esclavo Mayor y dos Esclavos más sustituyen en su misión al proveedor, dando más grandiosidad a la fiesta. En 1892 se constituyó la primera Comisión de Festejos, formada por un Presidente y cuatro Vocales, que tenían encomendado recabar recursos económicos para sufragar los gastos del culto y de los actos populares, pidiendo a los comerciantes, y a personas acomodadas y devotas del Crucificado.

Las calles se adornan con arcos, plumas y banderas, y las casas y templos con tapices y colgaduras, permaneciendo engalanada la Ciudad durante todo el tiempo que dura su celebración.

Los actos religiosos comienzan con el Descendimiento del Cristo, que es tras­ladado a la Catedral, donde se celebra el Quinario, para el día 14 de septiembre, tras la procesión cívico-militar del Real Pendón de la Conquista y Solemne Celebración Eucarística, proceder al Retorno de la Sagrada Imagen a su Real Santuario.

Ya por la noche, de nuevo en procesión, la imagen, flanqueada fervorosa­mente por los Esclavos del Cristo, recorre las principales calles de la Ciudad, con quema de fuegos de artificio en la torre de La Concepción, en las colinas de San Roque, terminando con la emocionante y fantástica sorpresa de la "traca" de la Entrada, en la que, al mismo tiempo, son quemados miles y miles de voladores, que producen en el espectador que está en la Plaza el efecto de encontrarse en medio de un volcán, como lo describe en sus versos Antonio Zerolo:

De pronto, ¡qué momento de emociones! Un formidable estrépito resuena, que hace el espacio retemblar, y atruena como el ronco fragor de cien cañones.

Junto a los actos religiosos, los populares y culturales. Entre los primeros debemos destacar: la Cabalgata que recorre las principales calles de la Ciudad, for­mado el cortejo por carrozas alegóricas bellamente engalanadas, figuras de gigan­tes y cabezudos, y camellos portadores de abanicos de colores; también, la carrera de sortijas en la que distinguidas señoritas entregan a los jinetes vencedores las cin­tas que les corresponden como premio, y, por último, la verbena de la víspera, que reúne en la Plaza de San Francisco a gran número de familias laguneras y de toda la isla, para degustar en los ventorrillos que se instalan en ella, el vino y carne en adobo, hasta altas horas de la madrugada.

No debemos olvidar, la celebración, como no podía ser menos en una Ciudad cultural por excelencia, de acontecimientos relevantes en las letras, las artes y la música. Diversas exposiciones en los centros más significativos de la Ciudad, repre­sentaciones teatrales, juegos florales, conciertos de bandas de música, agrupacio­nes corales y folklóricas son buena muestra de ello.

¡Señoras y señores! Mi pregón termina. Al igual que aquel viejo pregonero municipal de Alcaraz, pueblo de la Sierra de Albacete, mi primer e inolvidable des­tino judicial, que nos despertaba muy de mañana a toque de trompetilla anuncian­do la apertura de la feria del mercado de los miércoles y los bandos del señor Alcalde, yo invito, a viva voz, a propios y extraños a visitar La Laguna, que en sep­tiembre, con ocasión de sus fiestas, viste sus mejores galas, y que ha hecho excla­mar al poeta Francisco Izquierdo:

Laguna de Tenerife,

cómo te llevo en el alma.

Juntos la vega corrimos

y juntos a la algazara

del volador siempre fuimos

del Santo Cristo a la Entrada.

Y cuando los mojigangos

con su vejiga pasaban

del Carnaval en la víspera

yo temblaba y tú temblabas.

Laguna de Tenerife

como te llevo en el alma.

Con el rigor de la ausencia

más es ternura y es gracia

sobre mi frente la brisa

que de Las Mercedes baja,

y más bellas son tus calles,

tus rincones y tus plazas,  

tus venerables escudos

y tu Catedral que afianza

la vieja castellanía

de tu luminosa estampa.

Laguna de Tenerife

cómo te llevo en el alma.