Llorando o cantando, siempre sobre La Laguna suenan las campanas. 

Son las campanas de la Concepción, las de Santo Domingo, y las de la Catedral. Las monásticas campanas de Santa Catalina y Santa :laya y las esquilas ermitañas de San Benito, San luan y San Roque. Y, sobre todo, éstas que suenan ahora y difunden por la ciudad una música de siglos.

¿Qué campanas son éstas entre tantas campanas? ¿En qué campanario, entre tantos campana­rios, dan al viento sus lenguas de bronce? Entre tan-,as espadañas, ¿en qué espadaña se alborozan?...

Son unas campanas que por dos veces han tocado a rebato. Una en mil setecientos trece, anunciando un incendio. Otra en mil ochocientos liez, anunciando una inundación. Unas campanas jue están sonando en la ciudad desde el siglo XVI.

Las conocieron los guanches alzados, a los 4ue las puertas del convento de San Miguel de las Victorias brindaban seguro asilo, y a partir de ese punto ya no acaeció ningún episodio de la ciudad que ellas, llorando o riendo, no estuvieran pre­sentes.

Son las campanas cantarinas del mes de sep­tiembre, que es en La Laguna un mes floreal y fru­tal. Las campanas de la ilusión y las campanas de Las nostalgias. Las campanas del Cristo.

Las campanas que desde mil quinientos )cheuta velan por esa imagen a cuya sombra quiso dormir el sueño eterno don Alonso Fernández de Lugo. Campanas de septiembre, campanas de la fiesta mayor de la ciudad, a las que rinden hono­res los álamos negros de la plaza de San Francis­co, que igualmente son testimonios de la historia.

Campanas a las que indefectiblemente oire­mos entonar su canción en la noche del catorce de septiembre, cuando en el anchuroso ámbito de la plaza se extingue el estruendo de la pirotecnia.

De este modo, las campanas de La Laguna —fiestas o duelos— lloran y cantan interminable­mente, cada una con su son, cada una con su músi­ca, sobre los tejados con verodes de la ciudad, sobre los balcones de tea, sobre las gárgolas que fingen no se sabe que suerte de fauna mitológica, sobre los aleros saledizos, sobre los cuarterones de las añosas puertas y sobre los escudos nobiliarios que exornan las fachadas palaciegas.

Quiérase o no, La Laguna es un remanso tra­dicional. Nada hay en ella que no nos hable del pasado. Incluso su presente. Porque el pasado es en La Laguna, más que un hecho cronológico, una vocación. Hasta su manera de nacer tiene carác­ter. La Laguna no nació de cualquier alegre mane­ra, sino a través de un largo pensamiento de su fundador, que la estuvo dibujando en su mente por espacio de tres años.

Es la ciudad —si vamos a definirla un poco en claroscuro— de las sombras gloriosas. En la montaña de San Roque, la sombra de Tinguaro. En la ermita de San Cristóbal —forzudo y esforzado Patrono de la ciudad—, la sombra de don Fernan­do Guanarteme. En la plaza del Adelantado, la sombra del Padre Anchieta. En el convento de Santa Catalina, la sombra de la Sierva de Dios. En San Diego del Monte, la sombra de Fray Juan de Jesús. En la plaza de San Francisco, la sombra de las viejas milicias que, con el velo del Cristo por bandera, bajaron a Santa Cruz, amenazada por las naos del pirata Blake. En la ermita de Santa María de Gracia, la sombra del canónigo Samarinas can­tando el primer Tedeum de la Conquista. En un libro —Antigüedades de las Islas Afortunadas— la sombra de un poeta: Antonio de Viana, ese lagunero prodigioso que logró mezclar tan íntimamen­te la historia y la leyenda, que ya nunca más pudo saberse cuál era la una y cuál era la otra, así fun­didas para siempre. En el palacio de los Nava, junto al quinto Marqués de Villanueva del Prado, la sombra de don José de Viera y Clavijo, el inmar­cesible arcediano de la más famosa tertulia de la ciudad.

Y no ya las sombras de los hombres. Tam­bién las sombras de las cosas vagan interminable­mente por los rincones del recuerdo de La Lagu­na.

Hay unas sombras casi literales. Las som­bras de unos árboles, que son los que todavía pro­yectan su ramaje de siglos sobre el nombre de unas calles conmemorativas: la Calle de la Higue­ra, la calle del Peral...

¿Qué árboles fueron éstos?

El almendro lo cantó don Nicolás Estévanez y los pinos don Antonio Zerolo. Don Leoncio Rodríguez cantó el laurel del Jardín de Nava y los naranjos del Instituto. Los demás árboles carecen de mención histórica. Pero ahí están, sin embargo, vivos y rectos, en esas calles evocadoras por todas las cuales desembocamos en el pasado.

En el monasterio de Santa Catalina dio higos de milagro la higuera de Sor María de Jesús. En la huerta del Seminario se yergue un drago que es el más bello de la isla. Un drago viejo, como el que crece en San Miguel de Geneto, que conoció al general don Antonio Gutiérrez, el defensor de la plaza de Santa Cruz frente a la escuadra de Nel­son. Un drago, en fin, que asistió, desde su forzo­sa raigambre, a la decisiva batalla entre las hues­tes de Bencomo y las de Fernández de Lugo.

En el convento de Santa Clara hay otro árbol varias veces secular: el Árbol de la Cruz. Precisa­mente la cruz de madera en la que llegó a La Lagu­na la imagen del Cristo.

Y aún más sombras.

En una lápida de la iglesia de San Agustín, la sombra de Jorge Guillén, uno de los capitanes de la Conquista.

En una lápida del Lomo de la Concepción, la sombra de don Juan Bautista Antequera Boba­dilla. Que también La Laguna se hizo en sus tiempos a la mar. Y precisamente para darle la vuelta al mundo. Y en el contorno anatómico de una imagen, la sombra del Padre Quirós, a quien se le apretaba el corazón, le temblaban los miem­bros y se le erizaban los cabellos cada vez que alzaba los ojos hacia la venerada imagen en torno a la cual ha transcurrido la vida entera de la ciu­dad, que en cierta ocasión la acompañó en masa, a través de las calles en tinieblas, alumbrándose con los hachos de tea desprendidos de las llame­antes ruinas de su Santuario, en una procesión alucinante.

Y aquí sí que verdaderamente irrumpen de golpe todas las sombras del ayer.

Sombras de virreyes, sombras de oidores, sombras de monjes, sombras de cofradías, esta vez bajo un sostenido lamento de campanas.

Y, finalmente, en una urna de las Casas Con­sistoriales, el Pendón bordado por las manos de doña Isabel I, sobre cuyo fondo morado brilla el oro del escudo de España.

Dejemos que las campanas de la ciudad sue­nen y suenen. Ninguno de esos campanarios logrará apagar las voces que vibran en la espada­ña del antiguo convento de San Miguel de las Vic­torias. Dejemos que se diluya en el aire el viejo pleito entre las campanas de la Villa de Arriba y las de la Villa de Abajo, que andan en coplas:

Las campanas de arriba
son los clarines
con que cantan y bailan
los serafines.
Las campanas de abajo son las calderas
donde calientan agua las panaderas.

Dejemos que las campanas de la Catedral yazgan en secuestro en los graneros del Cabildo. Dejemos que, merced a las sutiles artes de unas avispadas damiselas de la época, tarden en trepar a la alta torre donde han de señalar las horas del trabajo de los campesinos y de los menestrales. Las horas de los gremios: el de los plateros, el de los herradores, el de los pescadores. Dejemos que el regidor don José de Anchieta y Alarcón consig­ne en sus curiosas memorias como las tripulacio­nes de los navíos de Indias izaron el reloj hasta su redonda hornacina de piedra. Otras son las cam­panas que suenan ahora.

Las campanas de la fiesta.

Guillermo Perera, Francisco Izquierdo, Juan Pérez Delgado, Emeterio Gutiérrez Albelo, Julio de la Rosa glosaron líricamente las campa­nas.

Para Guillermo Perera venían a ser, riendo y llorando, como el símbolo de la vida. A Juan Pérez Delgado, el son de los campanarios le traía al cora­zón los ecos de Lo Divino y a la boca regusto a pas­teles pascuales. Francisco Izquierdo sentía que las campanas del convento de las Catalinas repi­caban en su corazón. También en el caso de Eme­terio Gutiérrez Albelo, alguien repicaba en su pecho. Para Julio de la Rosa las campanas de la Catedral eran llenas de gracia.

¿Qué decir de las campanas del Cristo?

Y aquí, justamente, con esta pregunta, comienza el Pregón.

Hay un día en el ario en que toda la ciudad es fiesta. Un día en que todos los caminos de la isla apuntan a una plaza. Un día de romeros, de ruletas y de ventorrillos a la sombra de los ála­mos negros de esa plaza flanqueada por unos bancos de piedra que vienen a ser como regazos de la historia. Un día de multitud, de ciudad en olor de muchedumbre. Un día que hace curvar­se los arcos triunfales y erguirse las astas en cuyo extremo florecen las banderas. Un día con aroma a adobo y con rumor de pleamar. Un día en el que la piedad religiosa y el espíritu de jolgorio se funden y confunden y no se estorban. Un día, para decirlo todo de una vez, que sólo existe en el calendario de La Laguna, por lo que en vano se pretendería hallarlo en ningún otro almana­que.

Y una noche.

Primero una noche procesional, que nadie como Manuel Verdugo ha conseguido hasta ahora captar en la pauta de los versos. Después una noche de apoteosis, de la que dijo Manrique:

Y súbito millares de rojas serpentinas
estallan fragorosas en ígneos surtidores;
la plaza es un incendio, volcanes las colinas,
 y entre nubes de púrpura coronado de espinas 
surge Jesús abriendo sus brazos redentores
a todas las angustias, a todos los dolores. 

Sí, la noche es como una rosa en ascuas. Pero en esa rosa se aguzan las espinas de la meditación religiosa.

Lo que en Tabares Bartlet es cohete que en raudo vuelo rompe en llanto aurífero en la altura, se convierte en un ronco estruendo de cien caño­nes en la lira de don Antonio Zerolo. Y es que, de una y otra manera, La Laguna —coronada de rosas y poetas, como señaló Gutiérrez Albelo­tiene en esa noche de septiembre un tema que ha impresionado a todos sus juglares.

Cuando tratéis de entender a La Laguna, buscadla, antes que en los historiadores, en los poetas. En Zerolo, a quien le seduce la mística armonía del órgano de Santa Clara. En Verdugo, que la ve entregada a un rigodón ceremonioso. En Manrique, que aúpa al Teide sobre las nubes para que pueda admirarla mejor desde su lejanía oro-gráfica. Tuvo razón Gutiérrez Albelo al represen­társela coronada de rosas y poetas. Floral y armo­niosa, así es la ciudad por el mes de Septiembre, con el oro agavillado de las mieses de la vega y con los timplillos, guitarras y bandurrias que hacen música de fondo a coplas en las que, reiterativa­mente, el pueblo hace referencia al Cristo:

Al Cristo de La Laguna
mis penas le conté yo.
Sus labios no se movieron
y sin embargo me habló.

He aquí como la copla popular se convierte en plegaria, al socaire de esa noche que al comenzar se llama ilusión y al terminar se llama añoranza.

Claro está que La Laguna es mucho más que esto, a partir del bachiller Antonio de Viana, que fue el primero no sólo en cantarla, sino en definir­la. Pero toda La Laguna no cabe en el hueco de un Pregón ni me parece que exista un pregonero capaz de pregonar todos los valores —episcopales, académicos, palaciegos, gremiales— que coexis­ten en La Laguna, ciudad que, no por su mucho amor al pasado, descuida las exigencias de la hora presente, pues a cada hora le basta su afán.

Yo sólo sé, puesto a saber, que todo lo que digo está colocado bajo el son auspicial de las campanas y que nada de lo que digo lo podría decir sin esa música de fondo. Porque sin sus cam­panarios y sin sus campanas, La Laguna no sería exactamente La Laguna. Sobre ella, esas campa­nas representan la continuidad. Las piedras pue­den ser removidas y los muros pueden ser derrui­dos y los artesonados —tales como los mudéjares de la parroquia de la Concepción, donde duerme su sueño póstumo el escultor Fernando Estévez, que en La Laguna hizo la imagen de la Patrona del Archipiélago— pueden venirse abajo. Y los archi­vos pueden ser pasto de la polilla. Y los graves infolios de las bibliotecas pueden marchitarse y destruirse. En cambio, las campanas son eternas. Las que suenan sobre el quehacer de don Alonso Fernández de Lugo antes de romper para siempre con la Villa de Arriba. Las que enloquecen en el campanario de la Catedral. Las que penden de la espadaña del Instituto. Las que expanden sus sones en la torre de Santo Domingo. Las que lla­man a misa en la iglesia de San Sebastián. Las que repican en San Roque. Las que se alborozan en San Benito. Las que convocan a los fieles en San Juan. Las que vocean en Santa María de Gracia. Las que dejan oír sus místicos acentos en la igle­sia del Hospital. Y las que cantan, cantan y can­tan en el Santuario del Cristo. Las mismas que suenan ahora dejándonos oír un eco de siglos, un rumor de historia.

Las que, al proclamar la fiesta, hacen llegar a todos los extremos de la isla, el anuncio de la ciu­dad de los brazos abiertos. De la ciudad que, lo mismo que el rigodón y que el vals, baila isas y folías y seguidillas y saltonas, y se concentra una noche en la plaza de San Francisco para celebrar con todas las gentes de la isla y de más acá y más allá de la isla la jornada más popular y enfervori­zada del Archipiélago.

Porque así es La Laguna y así despierta de su largo sueño deleitoso, en el que hay, como símbo­los, casullas y dalmáticas, togas y birretes, cere­monias y besamanos, o cuando abandona momen­táneamente sus afanes progresistas —que es otro sueño cara al futuro— para acudir a la plaza de San Francisco atraída por una cierta música de cam­panas.

Las campanas de la fiesta mayor. Las cam­panas de septiembre. Las campanas del Cristo.