La ciudad de San Cristóbal de La Laguna celebra sus tradicionales Fiestas del Santísimo Cristo. En los cuerpos is­leños se incrustan, como gemas, los sen­timientos más profundos por el Crucifi­cado moreno que, con sus brazos abier­tos en amorosa expresión, se yergue has­ta en los corazones que se adormitaron cuando la madre lagunera los arrodilla­ba en la cuna y les enseñaba a rezar al Cristo de La Laguna. Por eso, Aguere, an­tigua madre de Tenerife, suele pedir a algunos de sus hijos:

"Si subes a La Laguna
entra en el Cristo a rezar, 
para que Dios te perdone
lo que me has hecho llorar".

Pero septiembre ya no hace llo­rar a las madres. Al contrario, las llena de alegría y vuelve reverentes hacia su Ungido milagrero Es el mes en que La Laguna, Tenerife todo, en villas, pueblos o caseríos, enaltece a su Cristo. Es el septiembre festivo cantado por los poetas. Es el mes de Luis Alvarez Cruz "en que la piedad religiosa y el espíritu de jolgorio se funden y confunden y no se estorban". Es el mes de Domingo J. Manrique, Antonio Zerolo, José G. Gutiérrez, Francisco Caballero, Gutiérrez Albelo, Verdu­go, Nijota o Hernández Amador. Es el mes, como dice Ramón Cué, en que:

"Tenerife es sólo un tronco,
 —dragos, retamas y brezos—
para llevar por los mares,
con los dos brazos abiertos,
en procesión de milagros,
 a su Cristo lagunero".

Este Cristo cantado por los poetas y amado por miles de isleños, estuvo en el año 1550 muy solo, al ser trasladado a un altar de una de las capillas más oscuras y deterioradas de su convento, ya que, por estar en construcción el de Santa Clara, las monjas se habían trasladado al de San Miguel de las Victorias. El Crucificado, a través del brillo de misteriosas luces, despertó el milagro en el corazón de Sor Almerina, para que se diera cuenta del abandono injustificado que sufría. La reli­giosa lo rescató de la oscuridad. Los brillos y luminosidades cesaron. Y los devotos pudieron admirar la serenidad de una muerte morena, crucificada con tres clavos a la Cruz en la que la venerada Imagen sólo se hace visible cuando la monja clarisa frota con zumo de cebolla el seco madero. Quizás porque es una liliácea de flores blanquecinas que evocan paz y pureza. Quizás porque es una planta cuyo bulbo hace aflorar lágrimas que ablandan la madera en la que subyace el sudor del Cristo moreno. Quizás la cebolla utilice los ojos de la monja clarisa para llorar y ver en la Cruz a su Cristo lagunero.

Así es el Cristo de La Laguna, cuyo cuerpo de pátina oscura, todos los vier­nes sin ser fiesta, es acariciado levemente por miles de miradas y labios que ofren­dan oraciones. Viernes que, en Semana Santa, hacen que la milagrosa Imagen des­clave de la Cruz la mano derecha para bendecir a la ciudad y acreciente el moreno de su cuerpo. Viernes de todo el año que, en carretas, coches de caballos, tranvías o en la popular "cirila", han movilizado a los fieles hacia el Real Santuario de San Francisco. Los más pobres lo hacían a pie, como seña María, la abuela lagunera que iba caminando antaño a ver a su Cristo. Era muy pobre y pedía limosna para comprar sus alimentos, no sin antes apartar algunas monedas para adquirir las dos velas de promesa. "Y no siento privarme —le dijo una vez al periodista Francisco Ayala— de lo que me cuesta, porque es todavía un precio pequeño el que pago al Señor. Si más tuviera, más le daría. Pero rezarle y quererle, eso si que vengo haciendo desde que era niña, y creo que nunca le rezaré bastante".

La Laguna, como seña María, reza y quiere al Cristo, máxime al llegar sep­tiembre, fecha propicia, además, para que la abuela lagunera recuerde la tradición milagrosa, dormida en el regazo de la Historia de Aguere. Recuerdo una, muy vie­ja, poseedora de la flor de esa historia, que, en un imaginario mes septembrino, hizo florecer en mi corazón uno de sus pétalos más curiosos, al revelarme el secreto de la copla tradicional:

"Llevo pendiente del cuello
desde que estaba en la cuna,

¿El qué? Le dije yo. Y ella me respondió: una cosa que le daré a conocer al final de una historia, a consecuencia de la cual las madres laguneras, como en mi caso, la cuelgan de los cuellos de sus hijos.

Era una mañana —me dijo la abuela— en la que el frío envolvía la ciudad, cuando Juan, con siete años de edad, jugaba entre la tierra de la calle, feliz y contento. 

De pronto, el silencio de la vieja calle de Aguere se rompió con el chirriar de las ruedas de la carreta de su hermano que, proveniente de un monte cercano, venía cargada de leña. El pequeño corrió al encuentro de su hermano con unos duraznos de obsequio. Queriendo subir a la carreta, los bueyes caminaron, cayó el niño al suelo y pasaron los mortales zunchos de las ruedas sobre su cuerpo. Al rato, la sangre brotaba por su boca, ojos y oídos, dándole todos por muerto.

La dolorida madre lo envolvió en una toalla y lo acompañó de una vela para enterrarlo, pues se certificó su defunción. Pero confiando en su Cristo moreno, mar­chó al Convento de San Miguel de las Victorias, le hizo una misa y puso la toalla sobre los pies del milagroso Cristo.
Terminada la misa, envolvió de nuevo a su hijo con la toalla y marchó a su casa, poniendo al pequeño en la cama de su habitación. A los pocos minutos, las risas de los chicos del barrio penetraron hasta el fúnebre aposento, instante en el que, con asombro de todos, el niño exclamó: "Yo me quiero ir a jugar con aquellos niños".

Nadie lo pudo detener. Saltó de la cama y jugó con sus amigos. Nunca más sintió dolor, pero en su espalda, como testigos del gran milagro, quedaron las se­ñales de los clavos de la carreta.

Por este milagro y tantos otros, las madres cuelgan al cuello de sus hijos y la abuela lagunera lleva una medalla bendita del Cristo de La Laguna".

La abuela lagunera siempre lleva al Cristo de La Laguna en su corazón y, todos los viernes del año, le reza la oración tradicional, aquella que, entre otras cosas, dice:

"...Señor mío Jesucristo Crucificado que, en esta vuestra sagrada imagen venerada en la isla de Tenerife, mantenéis la fe del pueblo cristiano... Mirad Se­ñor, con ojos de piedad, a las Islas Canarias y, en especial, a esta ciudad, que se ha constituído vuestra rendida esclava, en esta vuestra prodigiosa y peregrina ima­gen, pues en ella sóis el Rey y Señor de La Laguna. Oid, clemente, los gemidos de este vuestro pueblo, consoladlo en sus aflicciones, alentadlo en el camino de la vida y vivificadlo en vuestro regazo de padre amoroso..."

Así reza la abuela lagunera y, en definitiva, el pueblo tinerfeño entero ante mi Cristo lagunero para el que, en el septiembre festivo, florecen las banderas. Los arcos abovedan la plaza. El timplillo despierta isas bajo la nívea lona del ventorri­llo. Gira la ruleta de la ilusión. La chiquillería se relame ante los puestos de turrón. Llega el Cristo. Comienza La Entrada. Los voladores elevan corazones devotos al cielo y encienden las colinas de San Roque. En la plaza, la cascada multicolor de fuegos cae sobre el gentío. Callan las canciones. No se oyen las coplas. Las risas enmudecen. Las velas lloran cera. Entra el Cristo. La plaza se desborda de plegarias y coplas. Lágrimas y risas. Rezos y canción.

Bajo un álamo al "Cristo de La Laguna,/ mis penas le conté yo". Aparto mis ojos porque, por un instante, los voladores disminuyen la intensidad de sus estallidos. Siento invocaciones que dicen: "Señor de La Laguna compadeceos de mí". De nuevo el silencio se hace tronada. El enlutado cielo se convierte en velo de color que ilumina la Cruz de plata de la que pende mi Cristo lagunero. Le sigo rezando. Le sigo amando. Y un profundo deseo, que oculto en lo más recóndito del corazón, le sigo solicitando. "Sus labios no se movieron, /y sin embargo me habló: Yo soy el camino".

No se equivocó mi Cristo lagunero, porque él es el camino de septiembre. Es el camino de la fiesta. Y sobre el alma de la fiesta, como dice mi añorado poeta Alvarez Cruz, "grávita el peso de una Cruz. Por eso los caminos que en el mes de septiembre conducen a La Laguna son los caminos del peregrinaje".

Si no fuese porque, ahilado en esa Cruz, el Cristo de La Laguna nos acoge en abrazo de milagro, no habría caminos de peregrinaje, no hubiese oído decir: Yo soy el camino, ni mis penas le hubiese contado a un Crucificado que, sin mo­ver, los labios, me hubiese hablado. Todo, porque yo sólo quiero a mi Cristo lagu­nero, el Crucificado moreno que, como los clavos de su Cruz, está clavado en mi vida, marcándole un destino, una dedicación.